Saturday, July 14, 2007

La contingencia del sujeto

Richard Rorty

Contingencia, ironía y solidaridad

Ediciones Paidós
Título original: Contingency, irony and solidarity
Publicado en inglés por Cambridge University Press, Nueva York, 1989.
Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot - Buenos Aires. 1991

[45] Pienso que el poema de Larkin debe su interés y su fuerza a esa evocación de la disputa entre la poesía y la filosofía, de esa tensión entre un esfuerzo por alcanzar la creación de sí por medio del reconocimiento de la contingencia [poesía] y un esfuerzo por alcanzar la universalidad yendo más allá de la contingencia [filosofía]. La misma tensión ha invadido a la filosofía desde la época de Hegel,[1] y especialmente desde Nietzsche. Los filósofos relevantes de nuestro siglo son los que han intentado marchar en la dirección de los poetas románticos mediante una ruptura con Platón, concibiendo la [45/46] libertad como el reconocimiento de la contingencia. Son ésos los filósofos que han procurado desligar la insistencia de Hegel en la historicidad de su idealismo panteísta. Aceptan la caracterización que Nietzsche hace del poeta vigoroso, del hacedor, como el héroe de la humanidad, en lugar de caracterizar de ese modo al científico, el cual tradicionalmente es presentado como un inventor. De forma más general, han intentado eludir todo lo que sonase a filosofía como contemplación, como el deseo de ver la vida como algo firme y en su conjunto, a fin de insistir en la pura contingencia de la existencia individual.
Se encuentran así en la misma situación, embarazosa pero interesante, que Larkin. Larkin describe un poema acerca de lo insatisfactorio -en comparación con lo que los filósofos prenietzscheanos esperaban hacer- de realizar lo único que el poeta puede hacer. Filósofos posnietzscheanos como Wittgenstein y Heidegger escriben textos filosóficos a fin de mostrar la universalidad y la necesidad de lo individual y lo contingente. Ambos filósofos llegan a enredarse en la disputa entre la filosofía y la poesía inaugurada por Platón, y los dos terminan por intentar alcanzar términos honorables con los que la filosofía pueda capitular ante la poesía.
Es posible examinar esta comparación retornando al poema de Larkin. Considérese la sugerencia de Larkin de que se podría hallar mayor satisfacción descubriendo una «ciega marca» que se aplica no a «un hombre una vez», sino, en cambio, a todos los seres humanos. Considérese el hallazgo de una marca así como el descubrimiento de las condiciones universales de la existencia humana, de las grandes continuidades: el contexto permanente, ahistórico, de la vida humana. Eso es lo que antiguamente los sacerdotes afirmaron haber hecho. Después los filósofos griegos, más tarde los científicos empíricos y, más tarde aún, los idealistas alemanes hicieron la misma afirmación. Se proponían explicamos el lugar último del poder, la naturaleza de la realidad, las condiciones de posibilidad de la experiencia. Con ello nos informarían acerca de lo que somos en realidad, de lo que poderes distintos de nosotros nos hacen ser. Mostrarían el sello que ha sido impreso en todos nosotros. Esa marca no sería ciega, porque no sería cosa de azar, de mera contingencia. Sería necesaria, esencial, final, constitutiva de lo que es el ser un humano. Nos proporcionaría una meta, la única meta posible, a saber, el pleno reconocimiento de la propia necesidad, la autoconsciencia de nuestra esencia.
En comparación con esa marca universal -según la historia de los filósofos prenietzscheanos- las contingencias particulares de las vidas individuales carecen de importancia. El error de los poetas consiste en malgastar palabras en lo individual, en las contingencias; nos hablan de la apariencia accidental, y no de la realidad esencial. Admitir que importaba la mera situación espaciotemporal, la circunstancia contingente, equivaldría a reducirnos al nivel del animal mortal. En cambio, comprender el contexto en el que necesariamente vivimos sería darnos una mente tan extensa como el propio universo, un “registro de cargas” que sería una copia de la propia lista del universo. Lo que cuenta como existente, como posible o como importante, para nosotros, sería lo que realmente es [46/47] posible o importante. Tras haber copiado esa lista uno podría morir satisfecho, cumplida la única tarea reservada a la humanidad: el conocimiento de la verdad, estar en contacto con lo que está «ahí afuera». No habría nada más que hacer, y, por tanto, ninguna pérdida posible que temer. La extinción no importaría, porque uno se ha identificado con la verdad, y la verdad, de acuerdo con esta concepción tradicional, es imperecedera. Lo que se extingue sería meramente animalidad individual. Los poetas, que no están interesados en la verdad, simplemente nos apartan de esa tarea humana paradigmática y, con ello, nos degradan.
Fue Nietzsche el primero en sugerir explícitamente la exclusión de la idea de «conocer la verdad». Su definición de la verdad como «un ejército móvil de metáforas» equivalía a la afirmación de que había que abandonar la idea de «representar la realidad» por medio del lenguaje y, con ello, la idea de descubrir un contexto único para todas las vidas humanas. Su perspectivismo equivalía a la afirmación de que el universo no tiene un “registro de cargas” que pueda ser conocido, ninguna extensión determinada. Él tenía la esperanza de que cuando hubiésemos caído en la cuenta de que el «mundo verdadero» de Platón era sólo una fábula, buscaríamos consuelo, en el momento de morir, no en el haber trascendido la condición animal, sino en el ser esa especie peculiar de animal mortal que, al describirse a sí mismo en sus propios términos, se había creado a sí mismo. Más exactamente, se habría creado la única parte de sí que importaba, construyendo su propia mente. Crear la mente de uno es crear el lenguaje de uno, antes de dejar que la extensión de la mente de uno sea ocupada por el lenguaje que otros seres humanos han legado.[2]
Pero al abandonar la noción tradicional de verdad Nietzsche no abandonó la idea de que un individuo podía hacer “remontar a su origen las ciegas marcas” que llevan nuestras acciones. Sólo rechazó la idea de que ese remontar fuera un proceso de descubrimiento. De acuerdo con su concepción, al alcanzar esa suerte de conocimiento de sí no llegamos a conocer una verdad que está ahí afuera (o aquí adentro) desde siempre. Concebía, más bien, el conocimiento de sí como una creación de sí. El proceso de llegar a conocerse a sí mismo, enfrentándose a la propia contingencia, haciendo “remontar a su origen las causas”, se identifica con el proceso de inventar un nuevo lenguaje, esto es, idear algunas metáforas nuevas. Porque toda descripción literal de la identidad de uno -esto es, todo empleo de un juego heredado de lenguaje con ese propósito- necesariamente fracasará. No se habrá hecho remontar esa idiosincrasia a su origen, sino que meramente se la habrá llegado a concebir como algo al fin y al cabo no idiosincrásico, como un espécimen en el que se reitera un tipo, una copia o una réplica de algo que ya ha sido identificado. Fracasar como poeta -y, por tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano- es aceptar la descripción que otro ha hecho de sí mismo, ejecutar un programa [47/48] previamente preparado, escribir, en el mejor de los casos, elegantes variaciones de poemas ya escritos. De tal modo, la única manera de hacer “remontar a su origen” las causas del propio ser sería la de narrar una historia acerca de las causas de uno mismo en un nuevo lenguaje.
Esto puede sonar paradójico, porque pensamos las causas como algo que se descubre y no que se inventa. Concebimos la narración de una historia causal como el paradigma del uso literal del lenguaje. La metáfora, la originalidad lingüística, parece fuera de lugar cuando uno pasa del simple gusto por esa originalidad a la explicación de por qué ocurren esas originalidades y no otras. Pero debe recordarse la afirmación formulada en el capítulo precedente según la cual aún en las ciencias naturales ocasionalmente llegamos a historias causales genuinamente nuevas, historias del tipo de las producidas por lo que Kuhn llama «ciencia revolucionaria». Aún en esas ciencias las redescripciones metafóricas son el indicio del genio y de los saltos revolucionarios hacia adelante. Si fortalecemos esa observación kuhniana pensando, con Davidson, que la distinción entre lo literal y lo metafórico es la distinción entre el viejo lenguaje y el nuevo lenguaje, en lugar de contemplarla como palabras que captan el mundo y palabras que no llegan a hacerlo, la paradoja desaparece. Si, con Davidson, descartamos la noción del lenguaje como algo que se adecua al mundo, podemos ver la pertinencia de la tesis de Bloom y de Nietzsche de que el hacedor vigoroso, la persona que emplea las palabras en la forma en que antes nunca han sido empleadas, es la más capacitada para apreciar su propia contingencia. Porque ella puede ver, con más claridad que el historiador, el crítico o el filósofo que buscan la continuidad, que su lenguaje es tan contingente como la época histórica de sus padres o la suya propia. Puede apreciar la fuerza de la afirmación de que «la verdad es un ejército móvil de metáforas» porque, debido a su propia amplitud, ha pasado de una perspectiva, de una metáfora, a otra.
Sólo los poetas, sospechaba Nietzsche, pueden apreciar verdaderamente la contingencia. El resto de nosotros está condenado a seguir siendo filósofo, a insistir en que sólo hay un verdadero “registro de cargas”, una sola descripción verdadera de la condición humana, que nuestras vidas tienen un único contexto universal. Estamos destinados a pasar nuestra vida consciente intentando escapar de la contingencia en lugar de reconocerla y apropiarnos de ella, como hace el poeta vigoroso. Para Nietzsche la línea que separa al poeta vigoroso del resto de la raza humana tiene, por tanto, el significado moral que Platón y el cristianismo le atribuyeron a la distinción entre lo humano y lo animal. Pues si bien los poetas vigorosos son, como todos los otros animales, productos causales de fuerzas naturales, son productos capaces de narrar la historia de su propia producción con palabras que antes nunca se han usado. La línea que separa la debilidad de la fortaleza es, pues, la línea que separa el uso de un lenguaje familiar y universal, de la producción de un lenguaje que, si bien inicialmente es inhabitual e idiosincrásico, de algún modo torna tangible “la ciega marca” que lleva toda acción nuestra. Con suerte -esa especie de suerte en la que estriba la diferencia existente entre la genialidad y la [48/49] excentricidad- a la generación siguiente ese lenguaje le parecerá inevitable. Sus acciones llevarán esa marca.
Dicho de otro modo: la tradición filosófica occidental concibe la vida humana como un triunfo en la medida en que transmuta el mundo del tiempo, de la apariencia y de la opinión individual en otro mundo: el mundo de la verdad perdurable. Nietzsche, en cambio, cree que el límite que es importante atravesar no es el que separa el tiempo de lo intemporal, sino el que divide lo viejo de lo nuevo. Piensa que la vida humana triunfa en la medida en que escapa de las descripciones heredadas de la contingencia de la existencia y halla nuevas descripciones. Es ésa la diferencia que separa la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación. Es la diferencia entre concebir la redención como el contacto con algo más amplio y más duradero que uno, y la redención como Nietzsche la describe: «Recrear todo “fue” para convertirlo en un “así lo quise”».
El drama de una vida humana individual, o de la historia de la humanidad en su conjunto, no es un drama en el cual, triunfalmente, se alcanza una meta preexistente o, trágicamente, no se la alcanza. El trasfondo de tales dramas no es ni una realidad externa constante ni una indesfalleciente fuente interior de inspiración. En lugar de ello, concebir la propia vida, o la vida de la propia comunidad, como una narración dramática es concebirla como un nietzscheano proceso de autosuperación. El paradigma de una narración así es la vida del genio que puede decir de la parte relevante de su pasado: «Así lo quise», porque ha descubierto un modo de describir ese pasado que el pasado nunca conoció, y, por tanto, ha descubierto la existencia de un yo que sus precursores nunca supieron que fuese posible.
De acuerdo con esta concepción nietzscheana, el impulso que lleva a pensar, a indagar, a volver a forjarnos más acabadamente, no es la admiración, sino el terror. Es, una vez más, el «horror a descubrir que uno es sólo una copia o una réplica» señalado por Bloom. La admiración con la cual creía Aristóteles que se iniciaba en la filosofía, era la admiración de hallarse en un mundo más amplio, más poderoso y más noble que uno. El temor con el que empiezan los poemas de Bloom es el temor a terminar sus días en un mundo así, en un mundo que uno no hizo, en un mundo heredado. La esperanza de un poeta así es lograr hacer al pasado lo que éste intentó hacerle a él: hacer, por tanto, que el pasado, incluyendo los procesos causales mismos que ciegamente marcaron todas sus acciones, lleve su marca. Tener éxito en ese cometido -el de decirle al pasado: «Así lo quise» - es tener éxito en lo que Bloom llama «darse a luz a sí mismo». La importancia de Freud está en que nos ayuda a aceptar, y a ejecutar la noción nietzscheana y bloomiana de lo que constituye un ser humano plenamente desarrollado. Bloom ha dicho que Freud es «ineludible, pues la suya, más aún que la de Proust, fue la mentalidad mitopoética de nuestra era; fue tanto nuestro teólogo y nuestro filósofo moral cuanto nuestro psicólogo y principal hacedor de ficciones».[3] Podemos empezar a comprender [49/50] el papel de Freud en nuestra cultura concibiéndolo como el moralista que contribuyó a desdivinizar el yo haciendo remontar la consciencia a sus orígenes, situados en las contingencias de nuestra educación.[4]
Concebir a Freud de ese modo es concebirlo sobre el trasfondo de Kant. La noción kantiana de consciencia diviniza al yo. Una vez que renunciamos, como lo hizo Kant, a la idea de que el conocimiento científico de los hechos rigurosos representa nuestro punto de contacto con un poder distinto de nosotros, es natural hacer lo que Kant hizo: volverse hacia la interioridad para hallar ese punto de contacto en nuestra consciencia moral: en nuestra búsqueda de una rectitud antes que en nuestra búsqueda de la verdad. La rectitud «en lo profundo de nosotros» ocupa el lugar, para Kant, de la verdad empírica «ahí afuera». Kant estaba dispuesto a dejar que el estrellado cielo en lo alto fuera meramente un símbolo de la ley moral interior: una metáfora opcional, tomada del ámbito de lo fenoménico, de lo ilimitado, de lo sublime, del carácter incondicionado del yo moral, de esa parte de nosotros que no era un fenómeno, o producto del tiempo o del azar, ni efecto de causas naturales, espaciotemporales.
Este giro kantiano contribuyó a sentar las bases de la apropiación romántica de la interioridad de lo divino. Pero el propio Kant se consternaba ante el intento romántico de hacer de la imaginación poética individual, y no de lo que él llamaba la «consciencia moral común», el centro del yo. Ya desde los días de Kant, no obstante, el romanticismo y el moralismo, la insistencia en la espontaneidad individual y en la perfección privada y la insistencia en la responsabilidad social universalmente compartida, han estado contrapuestas. Freud nos ayuda a acabar con esa guerra. El desuniversaliza el sentido moral tornándolo tan individual como las invenciones del poeta. De esa manera nos permite ver la consciencia moral como algo históricamente condicionado, como producto tanto del tiempo y del azar como de la consciencia política o estética.
Freud concluye su ensayo acerca de Leonardo da Vinci con un párrafo del que cité un fragmento en el capítulo anterior. Dice:

Si se considera que el azar no es digno de determinar nuestro destino, ello es simplemente una reincidencia en la piadosa concepción del universo que el propio Leonardo estaba encaminado a superar cuando escribió que el sol no se mueve. [...] estamos demasiado dispuestos a olvidar que en realidad todo lo relativo a nuestra vida es azar, desde nuestro origen a partir del encuentro del espermatozoide con el óvulo en adelante. [...] Todos manifestamos aún poco respeto por la Naturaleza que (según las obscuras palabras de Leonardo que evocan las líneas de Hamlet) -está llena de innumerables causas ("ragioni") que nunca entran en la experiencia».

[50/51] Cada uno de nosotros, los seres humanos, corresponde a uno de los innumerables experimentos en los que esas «ragioni» de la naturaleza se abren camino hacia la experiencia.[5]
El freudismo inserto en el sentido común de la cultura contemporánea facilita el ver a nuestra consciencia como un experimento así, identificar el remordimiento de la consciencia por la reaparición de la culpa causada por impulsos sexuales infantiles reprimidos; represiones que son producto de las innumerables contingencias que nunca entran en la experiencia. Es difícil en la actualidad imaginarse la inquietud que debe de haber producido Freud cuando empezó a describir la consciencia como un yo ideal instituido por quienes «no están dispuestos a olvidar la perfección narcisística de... la niñez».[6] Si Freud sólo hubiese dicho que la voz de la consciencia es la voz interiorizada de los padres y de la sociedad, no habría causado inquietud alguna. Esa afirmación -fue sugerida por Trasímaco en la República de Platón, y fue desarrollada más tarde por escritores reduccionistas como Hobbes. Lo que es nuevo en Freud son los detalles que nos da acerca del carácter de las cosas que intervienen en la formación de la consciencia, su explicación de por qué ciertas situaciones y ciertas personas concretas producen una culpa insoportable, intensa ansiedad o vehemente enojo. Considérese, por ejemplo, la siguiente descripción del período de latencia:

Además de la destrucción del complejo de Edipo, tiene lugar una degradación regresiva de la libido, el superyó se torna extraordinariamente severo y áspero, y el yo, obedeciendo al superyó, produce fuertes formaciones reactivas bajo la forma de escrupulosidad, compasión y pulcritud. [... ] Pero también aquí la neurosis obsesiva es sólo una exageración del método normal de deshacerse del complejo de Edipo.[7]

Este texto, lo mismo que otros en los que Freud discute lo que él llama «el origen narcisista de la compasión»,[8] nos proporciona un modo de concebir el sentimiento de compasión, no como una identificación con el núcleo humano común que compartimos con todos los demás miembros de nuestra especie, sino como algo encauzado en formas muy específicas hacia tipos muy específicos de personas y hacia vicisitudes muy especiales. Nos ayuda así a comprender por qué podemos hacer infinitos esfuerzos por ayudar a un amigo y olvidarnos enteramente del dolor, más grande, de otro, a quien creemos amar tan entrañablemente. Nos ayuda a darnos cuenta de por qué una persona puede ser tanto una tierna madre y una despiadada guardiana de campo de concentración, o un magistrado justo y moderado y, a la vez, un padre indiferente y despectivo. Al asociar la escrupulosidad con la pulcritud, y al asociar esas dos cosas no sólo con la [51/52] neurosis obsesiva sino también (como lo hace en otros lugares) con el impulso religioso y con la tendencia a construir sistemas filosóficos, Freud echa abajo las distinciones tradicionales entre lo más elevado y lo más bajo, lo esencial y lo accidental, lo central y lo periférico. Nos deja con un yo que consiste en un tejido de contingencias antes que un sistema de facultades estructurado al menos virtualmente.
Freud nos muestra por qué en algunos casos deploramos la crueldad y en otros casos hallamos placer en ella. Nos muestra por qué nuestra capacidad para el amor se restringe a personas, cosas o ideas de formas, medidas y colores muy particulares. Nos muestra por qué suscitan nuestro sentimiento de culpa ciertos acontecimientos muy específicos, y en teoría bastante insignificantes, y no otros que, de acuerdo con cualquier teoría moral corriente, tendrían mucho mayor relieve. Además nos proporciona a cada uno de nosotros los recursos para construir nuestro propio léxico privado de deliberación moral. Porque términos como «infantil», «sádico», «obsesivo» o «paranoide», a diferencia de los nombres de los vicios y de las virtudes que hemos heredado de los griegos y de los cristianos, tienen resonancias muy específicas y muy diferentes para cada individuo que los usa: evocan en nuestra mente semejanzas y diferencias entre nosotros y personas muy determinadas (por ejemplo, nuestros padres) y entre la situación presente y situaciones muy determinadas de nuestro pasado. Nos ponen en condiciones de esbozar una narración de nuestro propio desarrollo, de nuestra lucha moral individual, cuyo tejido es mucho más fino, y está hecha mucho más a la medida de nuestro caso individual, que el léxico moral que nos ofrece la tradición filosófica.
Puede resumiese esta cuestión diciendo que Freud hace de la deliberación moral una cosa tan finamente abigarrada, tan detallada y tan multiforme como siempre lo ha sido el cálculo prudencial. Con ello nos ayuda a suprimir la distinción entre la culpa moral y la inconveniencia práctica, oscureciendo de esa manera la distinción entre prudencia y moralidad. En cambio, la filosofía moral de Platón y la de Kant se centran en esa distinción, tal como lo hace la «filosofía moral» en el sentido en que típicamente entienden esa expresión los filósofos analíticos contemporáneos. Kant nos divide en dos partes: una llamada «razón» que es idéntica en todos nosotros, y otra (la sensación empírica y el deseo) que es cuestión de impresiones ciegas, individuales, contingentes. En cambio, Freud trata la racionalidad como un mecanismo que ajusta las contingencias entre sí. Pero su mecanización de la razón no es ya un reduccionismo filosófico más abstracto, o un «platonismo invertido». Antes que discutir la racionalidad en la forma abstracta, simplista y reduccionista en que la discuten Hobbes y Hume (forma que retiene los dualismos originales de Platón al objeto de invertirlos), Freud pasa su tiempo poniendo de manifiesto la extraordinaria complejidad, la sutileza y la inventiva de nuestras estrategias inconscientes. De esa manera nos permite ver la ciencia y la poesía, la genialidad y la psicosis -y, lo que es más importante, la moralidad y la prudencia-, no como productos de facultades distintas, sino como modos alternativos de adaptación. [52/53]
Freud nos ayuda, pues, a considerar seriamente la posibilidad de que no haya una facultad central, un yo central, llamado «razón», y, por tanto, a tomar en serio el perspectivismo y el pragmatismo nietzscheano. La psicología moral de Freud nos proporciona un léxico para la descripción de uno mismo que es radicalmente diferente del de Platón, y radicalmente diferente también de ese aspecto de Nietzsche correctamente condenado por Heidegger como un ejemplo más de platonismo invertido: el intento romántico de exaltar la carne frente al espíritu, el corazón frente a la cabeza, la mítica facultad llamada «voluntad» frente a la igualmente mítica llamada «razón».
La idea platónica y kantiana de racionalidad se centra en la idea de que, si hemos de ser morales, debemos colocar las acciones particulares bajo principios generales.[9] Freud sugiere que tenemos que retornar a lo particular, ver las situaciones y las posibilidades particulares presentes como similares o como diferentes de acciones o acontecimientos particulares pasados. Piensa que sólo si nos aferramos a algunas contingencias individuales decisivas de nuestro pasado seremos capaces de hacer de nosotros mismos algo que valga la pena, crear un yo presente al que podamos respetar. Nos enseña a interpretar lo que hacemos, o pensamos que hacemos, en términos, por ejemplo, de nuestras reacciones pasadas a determinadas figuras investidas de autoridad, o en términos de constelaciones de conducta que nos fueron impuestas en la infancia. Sugiere que nos elogiamos a nosotros mismos urdiendo historias individuales -informes de casos, por así decirlo- de nuestro éxito en crearnos a nosotros mismos, de nuestra capacidad para liberarnos de un pasado individual. Sugiere que nos condenamos a nosotros mismos por no lograr liberarnos de ese pasado, y no por lograr vivir de conformidad con pautas universales.
Otra manera de expresar esto mismo es decir que Freud renuncia al intento de Platón de reunir lo público y lo privado, las partes del Estado y las partes del alma, la búsqueda de la justicia social y la búsqueda de la perfección individual. Freud respeta por igual los reclamos del moralismo y los del romanticismo, pero se niega tanto a otorgarle a uno de ellos prioridad respecto al otro como a intentar una síntesis de ambos. Distingue tajantemente entre una ética privada de creación de sí mismo y una ética pública de acomodamiento mutuo. Nos persuade de que no hay un puente que las una, constituido por creencias o deseos universalmente compartidos, creencias y deseos que nos pertenezcan qua seres humanos y que nos unan a nuestros semejantes simplemente como seres humanos.
De acuerdo con la explicación de Freud, nuestros fines privados conscientes son tan idiosincrásicos como las fobias y las obsesiones inconscientes de las que se han desprendido. A pesar de los esfuerzos de escritores como Fromm o Marcuse, la psicología moral freudiana no puede ser utilizada para definir metas sociales, metas de la humanidad opuestas a [53/54] las metas de los individuos. No hay modo de forzar a Freud para que se ajuste a un modelo platónico tratándolo como un filósofo moral que nos proporcione criterios universales de bien, rectitud o verdadera felicidad. Su única utilidad radica en su capacidad de apartarnos de lo universal y hacer que nos dirijamos hacia lo concreto, disuadirnos del empeño de hallar verdades universales, creencias imprescindibles, y orientarnos a las contingencias personales de nuestro pasado individual, a las ciegas marcas que nuestras acciones llevan. Nos ha proporcionado una psicología moral que es compatible con el intento de Nietzsche y de Bloom de ver al poeta vigoroso como el arquetipo del ser humano.
Pero aunque la psicología moral de Freud es compatible con ese intento, no lo involucro. Para los que comparten esa concepción del poeta, Freud resultará liberador e inspirador. Pero supóngase que, como Kant, en lugar de ello uno concibe como paradigmática a la persona desinteresada, natural, poco imaginativa, decente, honesta, respetuosa. Esas son las personas en cuya alabanza Kant escribe: personas que, a diferencia del filósofo Platón, no disponen de penetración o curiosidad intelectuales y que, a diferencia del santo cristiano, no arden en deseos de sacrificarse por amor a Jesús crucificado.
Pensando en personas así distinguió Kant la razón práctica de la razón pura, y la religión racional del entusiasmo. Para ellas inventó la idea de un imperativo único bajo el cual podía subsumirse la moralidad. Pues, según él, la gloria de tales personas está en que se reconocen bajo una obligación incondicional: una obligación que es posible cumplir sin recurrir al cálculo prudencial, a la proyección imaginativa o a la redescripción metafórica. De esa manera desarrolló Kant no sólo una psicología moral original e imaginativa, sino también una vasta redescripción metafórica de todas las facetas de la vida y de la cultura, precisamente con el fin de que para esas personas el mundo intelectual fuese fiable. En otras palabras: dejó a un lado el saber para dar paso a la fe, la fe de personas tales que al cumplir con su deber hacen todo lo que tienen que hacer, que son seres humanos paradigmáticos.
A menudo ha parecido necesario elegir entre Kant y Nietzsche, decidirse -al menos en esa medida- acerca de la cuestión de ser humano. Pero Freud nos proporciona una manera de considerar a los seres humanos que nos ayuda a eludir esa elección. Después de leer a Freud no concebiremos ya como paradigmáticos ni al poeta vigoroso de Bloom ni al obediente cumplidor de las obligaciones universales de Kant. Porque Freud huyó de la idea misma de un ser humano paradigmático. No ve a la humanidad como una especie natural con una naturaleza intrínseca, con una serie intrínseca de capacidades que han de desarrollarse o no experimentar desarrollo alguno. Al romper tanto con el platonismo residual de Kant como con el platonismo invertido de Nietzsche, nos permite ver tanto al Superhombre de Nietzsche como a la consciencia moral común de Kant como ejemplo de dos formas de adaptación entre muchas otras, como dos de las muchas estrategias para hacer frente a las contingencias de [54/55] la educación que se ha tenido, de llegar a una transacción con una “marca ciega”. Hay mucho por decir de ambas. Cada una de ellas tiene sus ventajas y sus desventajas. Las personas decentes son con frecuencia más bien obtusas. Los grandes talentos no dejan de tener a la locura como íntima aliada. Freud reverencia al poeta, pero lo caracteriza como infantil. Le aburre el hombre meramente moral, pero lo caracteriza como maduro. No se entusiasma con ninguno de los dos, ni nos exige que elijamos entre ellos. No cree que tengamos una facultad para realizar tales elecciones.
No ve la necesidad de erigir una teoría de la naturaleza del hombre que proteja los intereses del uno o del otro. Ve a las personas de uno y otro tipo como a personas que hacen lo que pueden con los materiales de que disponen, y a ninguno de ellos como «más verdaderamente humano» que el otro. Abjurar de la noción de «verdaderamente humano» es abjurar del intento de divinizar el yo como substituto del mundo divinizado, esto es, del intento kantiano que he esbozado al final del capítulo anterior. Es deshacerse de la última ciudadela de la necesidad, del último intento de concebirnos como seres enfrentados a los mismos imperativos, a las mismas exigencias incondicionales. Lo que vincula a Nietzsche y a Freud es ese intento: el intento de concebir una “marca ciega” como algo no indigno de determinar nuestras vidas o nuestros poemas.
Pero hay entre Nietzsche y Freud una diferencia que no recoge mi descripción de la concepción de Freud del hombre moral como un ser decente pero obtuso. Freud nos muestra que si miramos en el interior del conformista bien-pensant, si lo tenemos en el diván, hallamos que sólo superficialmente es obtuso. Para Freud nadie es absolutamente obtuso, no existe algo semejante a un inconsciente obtuso. Lo que hace que Freud sea más útil y más plausible que Nietzsche consiste en que él no relega a la vasta mayoría de la humanidad a la categoría de animales mortales. Pues la explicación que Freud da de la fantasía inconsciente nos muestra de qué modo es posible ver la vida de todo ser humano como un poema; o, más exactamente, la vida de todo ser humano no tan oprimida por el dolor que sea incapaz de adquirir un lenguaje ni tan hundido en el trabajo que no disponga de tiempo para generar una descripción de sí mismo[10]. Ve toda vida como un intento de revestirse de sus propias metáforas. Como lo señala Phillip Rieff, «Freud democratizó el genio dándole a cada uno un inconsciente creativo»[11]. La misma afirmación hace Lionel Trilling, quien dice que Freud «nos mostró que la poesía pertenece naturalmente [55/56] a la constitución misma de la mente; vio que la mente es, en la mayor parte de sus tendencias, exactamente una facultad productora de poesía».[12] Leo Borsani amplía la observación de Rieff y de Trilling al señalar que «la teoría psicoanalítica ha hecho de la noción de fantasía una noción tan fecundamente problemática que ya no podríamos dar por sentada la distinción entre arte y vida».[13]
Decir con Trilling que la mente es una facultad productora de poesía puede parecer que es algo que nos hace regresar a la filosofía y a la idea de una naturaleza humana intrínseca. Específicamente, puede parecer que es algo que nos hace regresar a la teoría romántica de la naturaleza humana, en la cual la «imaginación» desempeña el papel que los griegos le atribuían a la «razón». Pero no es así. La «imaginación» era, para los románticos, el vínculo con algo distinto de nosotros, una prueba de que estamos aquí como procedentes de otro mundo. Era una facultad de expresión. Pero lo que Freud considera que es compartido por todos aquellos de nosotros que somos usuarios relativamente ociosos del lenguaje -por todos aquellos de nosotros que disponemos de recursos y de tiempo para la fantasía- es una facultad de crear metáforas.
De acuerdo con la teoría davidsoniana de la metáfora que he resumido en el capítulo anterior, cuando se crea una metáfora, ésta no expresa algo que existía previamente, si bien, por supuesto, es causada por algo que existía previamente. Para Freud, esa causa no es el recuerdo de otro mundo, sino alguna catexia particular, generadora de una obsesión, de alguna persona, palabra u objeto particulares de la etapa temprana de la vida. Al pensar que todo ser humano expresa, consciente o inconscientemente, una fantasía idiosincrásica, podemos ver la parte distintivamente humana -en tanto opuesta a la animal - de cada vida humana en el uso, con propósitos simbólicos, de toda persona, objeto, situación, acontecimiento o palabra hallada en una etapa posterior de la vida. Ese proceso equivale a redescribirlos, diciendo de ese modo de todos ellos: «Así lo quise. »
Considerado desde esta perspectiva, el intelectual (la persona que emplea palabras o formas visuales o musicales con este propósito) no es sino un caso especial: sólo alguien que hace con marcas y sonidos lo que otras personas hacen con sus cónyuges e hijos, sus compañeros de trabajo, las herramientas de su oficio, las cuentas de sus negocios, las posesiones que acumulan en sus casas, la música que escuchan, los deportes que ejercitan o de los que son espectadores, o los árboles frente a los cuales pasan cuando van a su trabajo. Todo, desde el sonido de una palabra hasta el contacto con una piel, pasando por el color de las hojas, puede servir, según Freud muestra, para dramatizar o para cristalizar el sentimiento que un ser humano tiene de su propia identidad. Porque toda cosa así puede desempeñar en una vida individual el papel que los filósofos han pensado [56/57] que podía o, al menos, debía ser desempeñado únicamente por cosas que eran universales, comunes a todos nosotros. Todo ello puede simbolizar la ciega marca que llevan todas nuestras acciones. Cualquier constelación, aparentemente azarosa, de cosas de ese tipo puede dar el tono de una vida. Cualquier constelación así puede determinar un mandato incondicional a cuyo servicio puede dedicarse una vida: un mandato no menos incondicional para que pueda ser inteligible, a lo sumo, a una sola persona.
Otra forma de expresar esto es decir que el proceso social de literalización de una metáfora se reproduce en la vida fantástica de un individuo. Llamamos a algo «fantasía», en lugar de «poesía» o «filosofía», cuando gira en torno a metáforas que otras personas no entienden, esto es, en torno a formas de hablar o de actuar para las que los demás no podemos hallar una aplicación. Pero Freud nos muestra que una cosa que a la sociedad le parece fuera de lugar, ridícula o vil, puede convertirse en el elemento crucial en la percepción que un individuo tiene de quién es, del modo propio de hacer remontar a sus orígenes las ciegas marcas que todas sus acciones llevan. Inversamente, cuando una obsesión privada da lugar a una metáfora para la cual podemos hallar una aplicación, hablamos de genialidad, y no de excentricidad o de perversión. La diferencia entre la genialidad y la fantasía no es la diferencia existente entre marcas que aciertan con algo universal, con una realidad preexistente que se halla ahí en el mundo, o en lo profundo del yo, y las que no lo hacen. Es, más bien, la diferencia entre individualidades que resulta son comprendidas por otras personas; y ocurre así debido a las contingencias de una situación histórica, de una necesidad particular que una comunidad determinada resulta tener en un momento determinado.
Resumiendo: el progreso poético, artístico, filosófico, científico o político, deriva de la coincidencia accidental de una obsesión privada con una necesidad pública. La poesía vigorosa, la moralidad del sentido común, la moralidad revolucionaria, la ciencia normal, la ciencia revolucionaria, y esa especie de fantasía que es inteligible sólo para una persona, son todas, desde una perspectiva freudiana, diferentes formas de afrontar marcas ciegas, o, más precisamente, formas de afrontar diferentes marcas ciegas: marcas que pueden ser propias de un solo individuo o comunes a los miembros de una comunidad históricamente condicionada. Ninguna de esas estrategias ostenta el privilegio respecto de las demás en el sentido de que exprese mejor a la naturaleza humana. Ninguna estrategia de ese tipo es más o menos humana que alguna otra, de igual modo que una estilográfica no es menos herramienta que un cuchillo de carnicero, o una orquídea híbrida no es menos flor que una rosa silvestre.
Apreciar la posición de Freud significaría superar lo que William James llamaba una «cierta ceguera de los seres humanos». El ejemplo que James daba de esa ceguera era su propia reacción durante una excursión a los Montes Apalaches ante un claro en el que el bosque había sido talado y reemplazado por un fangoso jardín, una cabaña de troncos y unas porquerizas. Como dice James, «el bosque había sido destruido; y lo que [57/58] había "mejorado" aniquilándolo era espantoso, una especie de úlcera, sin un solo elemento de gracia artificial que compensara la pérdida de belleza natural». Pero, continúa James, cuando de la cabaña sale un granjero y le dice «no seríamos felices aquí si no hubiésemos empezado a cultivar uno de esos valles», James reconoce:
«Se me había estado escapando toda la significación interna de la situación. Como el claro sólo me hablaba de despojo, yo pensaba que a aquellos cuyos fuertes brazos y obedientes hachas lo habían hecho, no podía contarles otra historia. Pero cuando ellos vieron los horribles muñones, los consideraron una victoria personal. ... En pocas palabras: el claro que, para mí, era nada más que una horrenda imagen en la retina, era para ellos un símbolo perfumado de recuerdos morales, y entonaba un verdadero himno de afán, lucha y éxito.
Yo había estado tan ciego de la peculiar idealidad de sus condiciones como seguramente ellos lo habían estado de la idealidad de las mías, caso de que hubiesen tenido un atisbo de mis extraños hábitos académicos de inquilino de Cambridge.» [14]
Supongo que Freud habría explicado con más detalle la observación de James, ayudándonos a vencer casos de ceguera particularmente intratables al hacernos ver la «peculiar idealidad» de acontecimientos que ejemplifican, pongamos por caso, la perversión sexual, la crueldad extrema, la obsesión ridícula y el delirio maníaco. Él nos permite entender cada uno de ellos como el poema privado del perverso, del sádico o del lunático: cada uno de ellos tan ricamente tejido y «tan perfumado de recuerdos morales» como nuestra propia vida. Nos permite entender lo que la filosofía moral describe como extremo, inhumano e innatural, como cosas que no están separadas de nuestras actividades. Pero -y ése es el punto decisivo- no lo hace a la tradicional manera filosófica, reduccionista. No nos dice que el arte es en realidad sublimación, o la construcción de sistemas filosóficos meramente paranoia, o la religión meramente el confuso recuerdo del padre feroz. No nos dice que la vida humana sea meramente una continua recanalización de energía libidinal. No está interesado en invocar una distinción entre la realidad y la apariencia diciendo que una cosa es «meramente» o «realmente» algo muy diferente. Únicamente se propone darnos una nueva redescripción de las cosas para que las coloquemos al lado de las otras, un léxico más, otro conjunto de metáforas que él cree que tienen la posibilidad de ser utilizadas y por tanto literalizadas.
En la medida en que se le pueden atribuir a Freud opiniones filosóficas, puede decirse que es tan pragmatista como James y tan perspectivista como Nietzsche, o, podría decirse también, tan modernista como Proust.[15] Porque hacia finales del siglo XIX se hace posible, en cierto [58/59] modo considerar la actividad de redescripción con una ligereza mayor que nunca antes. Se tornó posible hacer prestidigitaciones con diversas descripciones del mismo hecho sin preguntarse cuál era la correcta, ver la redescripción como una herramienta, y no como la exigencia de haber descubierto una esencia. Con ello se tornó posible concebir un nuevo léxico, no como algo que se supone ha de reemplazar a todos los demás léxicos, algo que pretende representar la realidad, sino simplemente como un léxico más, un proyecto humano más, la metafórica elegida por una persona. Es improbable que las metáforas de Freud hubiesen podido ser recogidas, utilizadas y literalizadas en un período anterior. Pero, a la inversa, es improbable que sin las metáforas de Freud hubiésemos sido capaces de asimilar las de Nietzsche, James, Wittgenstein o Heidegger con la facilidad con que lo hacemos, o haber leído a Proust con la fruición con que lo hacemos. Todas las figuras de ese período se ayudan las unas a las otras. Alimentan las unas las líneas de las otras. Sus metáforas se regocijan en la compañía de las otras. Este es el tipo de fenómeno que es tentador caracterizar en términos de la marcha del Espíritu del Mundo hacia una consciencia más clara de sí mismo, o como la amplitud de la mente del hombre que gradualmente llega a encajar con la del universo. Pero toda caracterización así traicionaría el espíritu de juego y de ironía que vincula a las figuras que he estado presentando.
Ese espíritu de juego es el producto de su común capacidad para apreciar el poder de la redescripción, el poder que tiene el lenguaje de hacer posibles e importantes cosas nuevas y diferentes: una apreciación que sólo resulta posible cuando lo que se convierte en meta es un repertorio abierto de descripciones alternativas y no La Unica Descripción Correcta. Ese cambio de meta es posible sólo en la medida en que tanto el mundo como el yo han sido desdivinizados. Decir que ambos son desdivinizados equivale a decir que no se piensa ya que uno u otro nos habla, que tiene un lenguaje propio, como un poeta rival. Ninguno de los dos son cuasi personas, ninguno de los dos desea que se le exprese o represente de una determinada manera.
Ambos, no obstante, tienen un poder sobre nosotros; por ejemplo, el poder de matarnos. El mundo puede aplastarnos ciega y calladamente; la muda desesperación, la aflicción mental intensa, pueden causar nuestra anulación. Pero esa especie de poder no es la especie de poder de la que podamos apropiarnos adoptando y, con ello, transformando su lenguaje, identificándonos así con el poder amenazante y sometiéndolo a nuestro más poderoso yo. Esta última estrategia es apropiada sólo para hacer frente a otras personas; por ejemplo, a los padres, a los dioses o a nuestros precursores en la poesía. Porque nuestra relación con el mundo, con el poder brutal y el simple dolor no es una relación de la especie de la que [59/60] mantenemos con las personas. Enfrentados con lo no humano, con lo no lingüístico, no disponemos ya de la capacidad de superar la contingencia y la aflicción mediante la apropiación y la transformación, sino sólo la capacidad de reconocer la contingencia y el dolor. La victoria final de la poesía en su antigua disputa con la filosofía -la victoria final de las metáforas de creación de sí mismo sobre las metáforas de descubrimiento residiría en nuestra reconciliación con la idea de que ésa es la única especie de poder que podemos esperar tener sobre el mundo. Porque ése sería el rechazo final de la noción de que la verdad, y no sólo el poder y el dolor, puedan hallarse «ahí afuera».
Es tentador sugerir que en una cultura en la que la poesía hubiese triunfado pública y explícitamente sobre la filosofía, una cultura en la que el reconocimiento de la contingencia, y no el de la necesidad, fuese la definición aceptada de libertad, en una cultura así el poema de Larkin no tendría éxito. No habría pathos alguno de finitud. Pero probablemente no pueda haber una cultura así. Tal pathos es probablemente ineliminable. Es tan difícil imaginar una cultura dominada por la exuberante jocosidad de Nietzsche como imaginar el reino de los filósofos reyes o la extinción del Estado. Es igualmente difícil imaginar una vida humana que se sienta completa, un ser humano que muera feliz porque ha alcanzado todo lo que deseaba.
Esto es verdad aun para el poeta vigoroso de que habla Bloom. Aun cuando prescindamos del ideal filosófico de vernos constantemente contra el trasfondo del invariable hecho «literal», y coloquemos en su lugar el ideal de vernos en nuestros propios términos, el ideal de la redención que se obtiene diciéndole al pasado «Así lo quise», sigue siendo cierto que esa voluntad será siempre un proyecto antes que un resultado, un proyecto que la vida no dura lo bastante para colmar.
El temor que el poeta vigoroso experimenta ante la muerte, como temor a la incompletitud, está en función del hecho de que ningún proyecto de redescripción del mundo y del pasado, ningún proyecto de creación de sí mismo a través de la imposición de la propia metafórica personal, puede evitar el ser marginal y parasitario. Las metáforas son usos inhabituales de viejas palabras, pero tales usos sólo son posibles sobre el trasfondo de otras viejas palabras que son usadas a la antigua usanza habitual. Un lenguaje que fuera «todo metáfora» sería un lenguaje que no tendría uso, y, por ello, no sería lenguaje sino balbuceo. Porque aun cuando estemos de acuerdo en que los lenguajes no son medios de representación o de expresión, continuarán siendo medios de comunicación, herramientas de la interacción social, formas de unirse con los demás seres humanos.
La necesaria corrección al intento de Nietzsche de divinizar al poeta, esa dependencia, en la cual se halla aun el poeta más vigoroso, respecto de los demás, es resumida por Bloom de la siguiente manera:
La triste verdad es que los poemas no tienen presencia, unidad, forma o significado. [...] ¿Qué es, por tanto, lo que un poema posee o crea? Ay, un [60/61] poema no tiene nada, ni crea nada. Su presencia es una promesa, parte de la sustancia de las cosas que se esperan, la evidencia de cosas no vistas. Su unidad está en la buena voluntad del lector, su significado es sólo que hay, o, más bien, hubo, otro poema.[16]
En estas líneas Bloom desdiviniza el poema y, por tanto, al poeta, en la misma forma en que Nietzsche desdivinizó la verdad y Freud desdivinizó la consciencia. Hace con el romanticismo lo que Freud con el moralismo. En todos estos casos la estrategia es la misma: consiste en colocar un tejido de relaciones contingentes, una trama que se dilata hacia atrás y hacia adelante a través del pasado y del futuro, en lugar de una sustancia formada, unificada, presente, completa en sí misma, de una cosa que puede ser vista constante y totalmente. Bloom nos recuerda que, así como incluso el poeta más vigoroso mantiene una relación parasitaria con sus precursores, así como no puede dar a luz más que una pequeña parte de sí mismo, del mismo modo depende de la benevolencia de todos aquellos extraños que lo encuentran en el futuro.
Esto trae a la memoria la observación de Wittgenstein de que no hay lenguajes privados, su argumento de que no es posible dar significado a una palabra o a un poema confrontándolos con un significado no lingüístico, con algo que no sea un montón de palabras ya empleadas o un montón de poemas ya escritos.[17] Parafraseando a Wittgenstein: todo poema presupone mucha escenificación en la cultura, por la misma razón por la que toda metáfora brillante requiere mucha insípida habla literal que le sirva de contraste. Al pasar del poema escrito a la vida como poema, puede decirse que no hay vidas plenamente nietzscheanas, vidas que no son pura acción, y no reacción; que no hay vidas que en gran medida no [61/62] mantengan una relación parasitaria respecto de un pasado no redescrito ni dependen de la caridad de una generación que aún no ha nacido. No hay afirmación más vigorosa entre las que pueda hacer aún el poeta más vigoroso, que la hecha por Keats; la de que «estaría entre los poetas ingleses», entendiendo «entre ellos» en sentido bloomiano, esto es, como «en medio de ellos»: viviendo los poetas futuros de Keats tal como éste había vivido de sus precursores. De manera análoga, no hay afirmación más vigorosa entre las que pueda hacer un superhombre, que la de que sus diferencias respecto del pasado, aun cuando inevitablemente menores y marginales, se transmitirán no obstante al futuro; que sus redescripciones metafóricas de pequeñas secciones del pasado figurarán en el repertorio futuro de verdades literales.
Para resumir, sugiero que la mejor. manera de comprender el pathos de finitud que Larkin invoca, es la de interpretarlo, no como el fracaso en alcanzar lo que la filosofía aspiraba a alcanzar -algo no personal, atemporal y universal-, sino como la constatación de que en determinado punto se debe confiar en la buena voluntad de quienes vivirán otras vidas y escribirán otros poemas. Nabokov construyó su mejor libro, Pale Fire, en torno de la frase: «La vida del hombre es el comentario de un abstruso poema inacabado.» Esa frase sirve de resumen de la afirmación de Freud de que toda vida humana es la elaboración de una complicada fantasía personal, y, a la vez, del recuerdo de que ninguna elaboración así concluye antes de que la muerte la interrumpe. No puede completarse porque no hay nada por completar; sólo hay una trama de relaciones por volver a urdir, una trama que el tiempo prolonga cada día.
Pero si evitamos el platonismo invertido de Nietzsche -su sugerencia de que una vida de autocreación puede ser tan completa y autónoma como, según pensaba Platón, podía serlo la vida contemplativa- entonces nos limitaremos a pensar que la vida humana consiste en un volver a urdir -siempre incompleto, aunque a veces heroico- una trama así. Veremos la necesidad consciente que el poeta vigoroso experimenta de demostrar que no es una copia o una réplica, meramente como una forma especial de la necesidad inconsciente que todos tenemos: la necesidad de componérnoslas con la ciega marca que el azar le ha dado a uno, de hacerse un yo para uno mismo redescribiendo esa marca en términos que son, aunque sólo sea marginalmente, los propios.


GUÍA DE PREGUNTAS:

1. Resuma las posiciones de lo que Rorty llama “la disputa entre la poesía y la filosofía” utilizando los conceptos de necesidad y contingencia, universalidad e individualidad, continuidad y discontinuidad, metafísica e historicidad. 2. ¿Cómo se vinculan, desde la perspectiva de Rorty, los conceptos de verdad, filosofía, individualidad y poesía? 3. ¿En qué supera y en qué no supera Nietzsche la noción tradicional de verdad? 4. ¿En qué se diferencia el filósofo del “poeta vigoroso”? 5. Explique la diferencia entre “la voluntad de verdad de la voluntad de autosuperación”. 6. Relacione las oposiciones: tiempo/intemporal, viejo/nuevo. 7. ¿Cuál es la importancia y el papel que juega Freud en nuestra cultura? 8. ¿Qué aporta el trasfondo de Kant a la interpretación de Freud y qué aporta Freud para superar el planteo kantiano? 9. ¿Cuál es el aporte nuevo de Freud en relación al tema del “yo”? 10. Diferencie las posturas morales de Freud y de Kant. 11. Compare las concepciones de Freud y Platón respecto a la relación entre lo público y lo privado.
NOTAS:

[1] Dice Bloom: «Si la argumentación de este libro es correcta, entonces el tema secreto de la mayor parte de la poesía de los últimos tres siglos ha sido la inquietud ante la influencia, el temor de todo poeta de que no le quede por realizar ninguna obra conveniente » (Anxiety of Influence, pág. 148). Doy por supuesto que Bloom estaría de acuerdo en que ese temor es común igualmente a los pintores originales, a los físicos originales y a los filósofos originales. En el quinto capítulo sugiero que la Fenomenología de Hegel fue el libro con el que se inició el período de Nietzsche, Heidegger y Derrida: la tarea de ser algo más que una vuelta más del mismo vaivén dialéctico. La interpretación de Hegel según la cual existía una pauta en la filosofía era lo que Nietzsche llamaba una «desventaja de la historia para la vida [del filósofo original]», porque le sugería tanto a Kierkegaard como a Nietzsche que ahora, dada la autoconsciencia hegeliana, no puede haber ya una cosa tal como la creatividad filosófica.
[2] Mi interpretación de Nietzsche debe mucho a la original y penetrante obra de Alexander Nchamas, Nietzsche: Life as Literature, Cambridge, Massachusets, Harvard University Press, 1985.
[3] Bloom, Agon, págs. 43-44. Véase también: Harold Bloom, Kabbalah and Criticis, Nueva York, Seabury Press, 1975, pág. 112: «Es una curiosidad [ 1 en gran parte del discurso de los siglos xix y xx tanto acerca de la naturaleza del hombre como acerca de las ideas, el que el discurso se aclare considerablemente si reemplazamos “persona" por "poema" o "idea” por “poema". [...] Nietzsche y Freud me parecen los ejemplos más importantes de este sorprendente desplazamiento. »
[4] He ampliado esa tesis en «Freud and Moral Reflection»,en Joseph Smithy William Kerrigan (comps.), Pragmatisms Freud, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1986.
[5] Standard Edition (S.E.), X1, 137. Debo mi conocimiento de estas líneas a William Kerrigan.
[6] «Sobre el narcisismo»,S. E. XIV, 94 (ed. inglesa).
[7] S. E. XX, 115.
[8] Por ejemplo, S. E. XVIII, 88.
[9] A propósito de las dudas acerca de esa suposición dentro de la filosofía analítica reciente, véanse los escritos de J. B. Schneewind y Annette Baier. Véase también: Jeffrey Stout, Ethics after Babel, Boston, Beacon Press, 1988.
[10] Acerca de la necesidad de esa especificación véase la notable obra de Elaine Scarry, The Body in Pain: The Making and Unmaking of the World, Oxford University Press, 1985. En ella Scarry contrasta el dolor mudo, el dolor que el torturador espera producir en su víctima privándola de lenguaje y, por tanto, de una conexión con las instituciones humanas, con la capacidad de participar en esas instituciones que se da junto con la posesión del lenguaje y de tiempo libre. Scarry señala que lo que en realidad agrada al torturador es humillar a su víctima antes que hacerle emitir alaridos de agonía. El alarido es sencillamente una humillación más. En los capítulos séptimo y octavo, desarrollo este último punto en relación con el tratamiento que Nabokov y Orwell hacen de la crueldad.
[11] Phillip Rieff, Freud: The Mind of the Moralist, Nueva York, Harperand Row, 1961, pág. 36.
[12] Lionel Trilling, Beyond Culture, Nueva York, Harcourt Brace, 1965, pág. 79.
[13] Leo Borsani, Baudelaire and Freud, Berkeley, University of California Press, 1977, pág. 138.
[14] «On Certain Blindness in Human Beings», en James, Talks to Teachers on Psychology, editado por Frederick Burkhardt y Fredson Bowers, Cambridge, Massachusets. Harvard Un¡versity Press, 1983, pág. 134.
[15] Véase Bloom, Agon, pág. 23: «... por "cultura literaria" entiendo la sociedad occidental de hoy, puesto que no tiene una auténtica religión ni una auténtica filosofía, y nunca volverá a alcanzarlas y porque el psicoanálisis, su religión y su filosofía pragmáticas, es sólo un fragmento de cultura literaria, de manera que, con el tiempo, hablaremos alternativamente de freudisrno o proustismo». Discuto en el capítulo quinto el papel de Proust como ejemplo moral.
[16] Bloom, Kabbalah and Criticism, pág. 122.
[17] «Tal como nunca podemos abrazar (sexualmente o de otra manera) a una única persona, sino que abrazamos la totalidad de su novela familiar, nunca podemos tampoco leer a un poeta sin leer la totalidad de su novela familiar como poeta. El problema es la reducción y cómo evitarla de la mejor manera. La crítica retórica, la aristotélica, la fenomenológica y la estructuralista, todas ellas reducen, ya sea a imágenes o a ideas, cosas dadas o fenómenos. Toda crítica moral u otras vocingleras criticas filosóficas o psicológicas reducen a conceptualizaciones rivales. Nosotros reducimos -si en efecto lo hacemos- a otro poema. El significado de un poema sólo puede ser otro poema » (Bloom, The Anxiety of Influence, pág. 94; la bastardilla es mía.) Véase también la pág. 70 y compárese con la 43: «Renunciemos a la frustrada empresa de procurar "entender" cualquier poema como una entidad en sí. En lugar de ello procuremos aprender a leer todo poema como la deliberada interpretación errónea de su poeta, como poeta, de un poema precedente o de la poesía en general.»
Hay una analogía entre el antirreduccionismo de Bloom y la voluntad de Wittgenstein, Davidson y Derrida, de hacer que la significación consista en una relación con otros textos antes que en una relación con algo externo al texto. La idea de un lenguaje privado, como el Mito de lo Dado, de Sellars, derivan de la creencia de que las palabras podrían tener un significado sin apoyarse en otras palabras. Ese anhelo deriva, a su vez, de un anhelo más amplio, diagnosticado por Sartre, de convertirse en un étre-en-soi autosuficiente. La descripción sartreana del antisemita («Portrait of the Anti-Semite», en Existencialism from Dostoievsky to Sartre, editado por Walter Kaufmann, Nueva York, New Arnerican Library, 1975, pág. 345) como «el hombre que desea ser una roca sin piedad, un torrente furioso, un rayo devastador; en pocas palabras, cualquier cosa menos un hombre», es una crítica de Zaratustra, de lo que Bloom llama crítica «reduccionista» y de lo que Heidegger y Derrida llaman «metafísica».

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