Sunday, February 26, 2006

El estado natural del hombre en Rousseau

JEAN-JACQUES ROUSSEAU

DISCURSO SOBRE EL ORIGEN Y LOS FUNDAMENTOS DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES
ALIANZA EDITORIAL – MADRID – 1992

PREFACIO

El más útil y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre, y me atrevo a decir que la sola inscripción del templo de Delfos[i] contenía un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos libros de los moralistas[ii]. Por eso considero el tema de este Discurso como una de las cuestiones más interesantes que la filosofía puede proponer, y, desgraciadamente para nosotros, como una de las más espinosas que los filósofos puedan resolver. Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerles a ellos [los hombres] mismos? ¿Y cómo conseguirá el hombre verse tal cual lo ha formado la naturaleza[iii], a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y separar lo que atañe a su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han añadido o cambiado de su estado primitivo?[iv]
Semejante a la estatua de Glauco[v] que el tiempo, la mar y las tormentas habían desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los cuerpos, y por el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de ser casi irreconocible; y en lugar de un ser que actúa siempre por principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste y majestuosa sencillez con que su Autor[vi] le había marcado, ya sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.
Lo que hay de más cruel todavía es que todos los progresos[vii] de la especie humana la alejan sin cesar de su estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulados, tanto más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos: y es que, en un sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos puesto al margen de la posibilidad de conocerle[viii].
Es fácil ver que en estos cambios sucesivos de la constitución humana es donde hay que buscar el origen de las diferencias que distinguen a los hombres, los cuales, según la opinión común[ix], son por naturaleza tan iguales entre sí como lo eran los animales de cada especie antes de que diversas causas físicas hubieran introducido en algunos las variedades que observamos[x]. En efecto, es inconcebible que esos primeros cambios, sea cual fuere el medio por el que hayan ocurrido, hayan alterado a la vez y de la misma manera a todos los individuos de la especie; pero mientras unos se perfeccionaban o deterioraban, y conseguían diversas cualidades buenas o malas que no eran inherentes a su naturaleza, otros permanecieron mucho más tiempo en su estado original; y esa fue entre los hombres la primera fuente de la desigualdad, lo cual es más fácil de demostrar así en líneas general que determinar con precisión sus verdaderas causas.
Que mis lectores no se imaginen, pues, que me atrevo a jactarme de haber visto lo que tan difícil de ver me parece. He iniciado algunos razonamientos; he aventurado algunas conjeturas[xi], menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de aclararla y de reducirla a su verdadero estado. Fácilmente otros podrán ir más lejos por la misma ruta, sin que le sea fácil a nadie llegar al término[xii]. Porque no es liviana empresa separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien un estado que ya no existe[xiii], que quizá no haya existido[xiv], que probablemente no existirá jamás[xv], y del que sin embargo es necesario tener nociones precisas[xvi] para juzgar bien nuestro estado presente. Quien se decida a determinar exactamente las precauciones a tomar para hacer sobre este tema observaciones sólidas, necesitaría incluso más filosofía de lo que se piensa; y una buena solución del problema siguiente no me parecería indigna de los Aristóteles y los Plinios de nuestro siglo[xvii]: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cuáles son los medios de realizar esas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la resolución de este problema, creo haber meditado bastante el tema para atreverme a responder por adelantado que los mayores filósofos no serán lo suficientemente buenos para dirigir esas experiencias ni los soberanos más poderosos para hacerlas[xviii]; concurso que apenas es razonable esperar, sobre todo con la perseverancia o mejor con la continuidad de luces y de buena voluntad necesaria de una y otra parte para llegar al éxito.
Estas investigaciones tan difíciles de hacer, y en que tan poco se ha pensado hasta aquí son, sin embargo los únicos medios que nos quedan para allanar una multitud dé dificultades que nos ocultan el conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana[xix]. Es esta ignorancia de la naturaleza del hombre la que arroja tanta incertidumbre y oscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural: porque la idea del derecho, dice el señor Burlamaqui[xx], y más aun la del derecho natural, son manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Es por tanto de esa naturaleza misma del hombre, prosigue, de la constitución y de su estado, de donde hay que deducir los principios de esta ciencia [del derecho].
Se observa, no sin sorpresa ni sin escándalo, el escaso acuerdo[xxi] que reina sobre esta importante materia entre los diversos autores que la han tratado. Entre los escritores más graves apenas se encuentran dos que sean de la misma opinión en este punto. Sin hablar de los antiguos filósofos que parecen haber tomado por tarea contradecirse entre sí, sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos someten indistintamente al hombre y a todos los demás animales a la misma ley natural, porque bajo este nombre consideran más la que la naturaleza se impone a sí misma que la que prescribe; o mejor, a causa de la acepción particular según la cual esos jurisconsultos entienden la palabra ley, parecen no haberla tomado en esta ocasión más que por expresión de las relaciones generales establecidas por naturaleza entre todos los seres animados, para su común conservación[xxii]. Los modernos, que no reconocen bajo el nombre de ley más que una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre, y considerado en sus relaciones con otros seres, limitan consecuentemente al solo animal dotado de razón, es decir, al hombre, la competencia de la ley natural; pero al definir cada uno esa ley a su modo, todos la establecen sobre principios tan metafísicos que incluso entre nosotros hay muy pocas personas en situación de comprender estos principios, cuando no pueden encontrarlos por sí mismos. De suerte que todas las definiciones de estos sabios hombres, por otro lado en perpetua contradicción entre sí, concuerdan solamente en esto, en que es imposible comprender la ley de la naturaleza, y en consecuencia obedecerla, sin ser un grandísimo razonador y un profundo metafísico. Lo cual significa precisamente que los hombres han debido emplear para el establecimiento de la sociedad luces que sólo se desarrollan con mucho esfuerzo y para muy pocas personas en el seno de la sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y entendiéndose tan mal sobre el sentido de la palabra ley, sería muy difícil convenir en una buena definición de la ley natural. Por, eso todas las que se encuentran en los libros, además del defecto de no ser uniformes, tienen aún el de estar deducidas de muchos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente, y ventajas cuya idea sólo pueden concebir después de haber salido del estado de naturaleza. Se comienza por buscar aquellas reglas que, en orden a la utilidad común, sería idóneo que los hombres conviniesen entre sí; y luego se da el nombre de ley natural a la colección de esas reglas sin más pruebas que bien que se piensa que resultaría de su práctica universal. He ahí con toda seguridad una manera muy cómoda de componer definiciones, y de explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Mas en tanto no conozcamos al hombre natural, es en vano que queramos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su constitución. Todo lo que podemos ver muy claro respecto a esta ley, es que no sólo es preciso para que sea ley, que la voluntad de aquél a quien obliga pueda someterse a ella con conocimiento, sino que para que sea natural es preciso además que hable de modo inmediato por voz de la naturaleza.
Dejando de lado, pues, todos los libros científicos que no nos enseñan sino a ver a los hombres tales cual ellos se han hecho, y meditando sobre las primeras y más simples operaciones del alma humana, creo percibir dos principios anteriores a la razón[xxiii], uno de los cuales nos interesa vivamente para bienestar nuestro y para la conservación de nosotros mismos, y el otro nos inspira una repugnancia natural a ver perecer o sufrir a cualquier ser sensible, y principalmente a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu es capaz de hacer de estos dos principios, sin que sea necesario hacer entrar ahí el de la sociabilidad, es de donde me parece que derivan todas las reglas del derecho natural; reglas que la razón se ve luego forzada a restablecer sobre otros fundamentos, cuando por sus desarrollos sucesivos termina por ahogar a la naturaleza.
De esta manera, no está uno obligado a hacer del hombre un filósofo antes de hacerlo un hombre; sus deberes hacia el prójimo no le son únicamente dictados por las tardías lecciones de la sabiduría; y mientras no oponga resistencia al impulso interior de la conmiseración, jamás hará daño a otro hombre, ni siquiera a ningún ser sensible, salvo en el caso legítimo en que, hallándose interesada su conservación, está obligado a darse preferencia a sí mismo. Por este medio se acaban también las antiguas disputas sobre la participación de los animales en la ley natural. Porque es evidente que, desprovistos de luces y de libertad, no pueden reconocer esta ley; mas por parecerse en algo a nuestra naturaleza por la sensibilidad de que están dotados, es fácil creer que deben participar también del derecho natural, y que el hombre está sujeto respecto a ellos a cierta especie de deberes. En efecto, parece que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mi semejante, es menos por ser un ser razonable que por ser un ser sensible: cualidad ésta que, siendo común al animal y al hombre, deba dar a aquél por lo menos el derecho de no ser maltratado inútilmente por éste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus verdaderas necesidades, y de los principios fundamentales de sus deberes, sigue siendo el único medio bueno que puede emplearse para allanar ese tropel de dificultades que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones semejantes, tan importantes como mal esclarecidas.
Considerando la sociedad humana con mirada tranquila y desinteresada, no parece mostrar a primera vista más que la violencia de los hombres poderosos y la opresión de los débiles; el espíritu se revuelve contra la dureza de unos; uno se ve llevado a deplorar la ceguera de los otros; y como nada hay menos estable entre los hombres que esas relaciones exteriores que con más frecuencia produce el azar que la sabiduría, y que se llaman debilidad o potencia, riqueza o pobreza, las instituciones humanas parecen fundadas al primer golpe de vista montones de arena movediza; sólo después de haber examinado de cerca, sólo después de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se percibe la base inquebrantable sobre la que se alza, y se aprende a respetar sus fundamentos. Ahora bien sin el estudio serio del hombre, de sus facultades naturales, y de sus desarrollos sucesivos, jamás se conseguirá hacer esas distinciones, ni separar en la actual constitución de las cosas lo que la voluntad divina ha hecho de lo que el arte humano ha pretendido hacer. Las investigaciones políticas y morales a que da lugar la importante cuestión que examino son, pues, útiles de todos modos, y la historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección instructiva por todos los conceptos. Al considerar lo que nos habríamos vuelto abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquél cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un asiento inquebrantable, previno los desórdenes que de ellas deberían resultar, e hizo nacer nuestra felicidad de medios que parecían deber colmar nuestra miseria.

Quem te Deus esse jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce[xxiv]


JUAN JACOBO ROUSSEAU




OBRAS ESCOGIDAS

EMILIO O LA EDUCACIÓN









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BUENOS AIRES
Así como el bramido del mar desde lejos precede a la tormenta, así también anuncia esta tempestuosa revolución el murmullo de las nacientes pasiones, y una sorda fermentación con que se previene la cercanía del peligro. Mudanza de genio, frecuentes enfados, agitación continua de ánimo tornan casi indisciplinable el niño; sordo ahora a la voz que oía con docilidad, es el león con la calentura; desconoce a quien le guía y no quiere ya ser gobernado.
A los signos morales de una índole que se altera, se unen sensibles mudanzas en todo su exterior. Desenvuélvese su fisonomía, y se imprime en ella su sello característico; pardea y toma consistencia el vello suave que crece bajo sus mejillas; muda de voz, o más bien la pierde; no es niño, ni hombre, y no puede tomar el habla de uno ni de otro. Sus ojos, los órganos del alma, que hasta ahora nada decían, hallan su expresión y su lengua; anímalos un ardor naciente; todavía reina la santa inocencia en sus vivas miradas, pero ya han perdido su primera sencillez, y advierte que pueden decir mucho; empieza a saber lo que siente, y está inquieto sin motivo para estarlo. Todo esto puede venir despacio, y dejarle tiempo todavía; pero si es sobrado impaciente su viveza, si se convierte en furia su arrebato, si de un instante a otro se enternece y se irrita, si vierte llanto sin causa, si cuando se arrima a los objetos que empiezan a serle peligrosos, se agita su pulso y sus ojos se inflaman, si se estremece cuando la mano de una mujer toca su mano, si ante ella se turba y se intimida, Ulises, cuerdo Ulises, mira por ti; abiertos están los odres que con tanto afán guardabas cerrados, sueltos están ya los vientos; no abandones un punto el timón, o todo se ha perdido.
Éste es el segundo nacimiento de que he hablado; aquí nace de verdad el hombre a la vida, y nada humano es ajeno de él. Hasta aquí nuestros afanes no han sido otra cosa que juegos de niños; ahora es cuando adquieren verdadera importancia. Esta época, en que se concluyen las educaciones ordinarias, es propiamente aquella en que ha de empezar la nuestra; mas para exponer bien este nuevo plan, tomemos desde más arriba el estado de las cosas que tienen relación con él.
Nuestras pasiones son los principales instrumentos de nuestra conservación; luego tan vana como ridícula empresa es intentar destruirlas; esto es censurar la naturaleza y querer reformar la obra de Dios. Si dijera Dios al hombre que aniquilase las pasiones que le da, querría Dios y no querría, y se contradiría a sí propio. Nunca dictó tan desatinado precepto, no hay escrita semejante cosa en el corazón humano; lo que quiere Dios que haga un hombre, no hace que otro hombre se lo diga; se lo dice él mismo, y lo escribe en lo íntimo de su corazón.
Por loco tendría a quien quisiera estorbar que naciesen las pasiones, casi por tan loco como el que quisiera aniquilarlas; y, ciertamente, me habrían entendido muy mal los que creyesen que semejante proyecto hubiera sido el mío hasta aquí.
Pero ¿razonaría bien quien dedujese, porque es natural al hombre tener pasiones, que son naturales todas cuantas sentirnos en nosotros y vemos en los demás? Natural es su fuente, es verdad, pero corre abultada por mil raudales extraños; y es un caudaloso río que sin cesar se enriquece con nuevas aguas, y en que apenas se encontrarían algunas gotas de las suyas primitivas. Nuestras pasiones naturales son muy limitadas; son instrumentos de nuestra libertad, que conspiran a nuestra conservación; todas cuantas nos esclavizan y nos destruyen, no nos las da la naturaleza; nos las apropiamos nosotros en detrimento suyo.
La fuente de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre, y mientras vive nunca le abandona, es el amor de sí mismo: pasión primitiva, innata, anterior, a cualquiera otra, de la cual se derivan, en cierto modo, y a manera de modificaciones, todas las demás. En este sentido son todas, si queremos, naturales. Pero la mayor parte de estas modificaciones tienen causas extrañas, sin las cuales nunca existirían; y estas modificaciones, lejos de sernos provechosas, nos son perjudiciales, pues mudan su primer objeto y pugnan con su principio; entonces se encuentra el hombre fuera de la naturaleza y se pone en contradicción consigo mismo.
Siempre es bueno el amor de sí mismo, pero conforme al orden. Encargado con especialidad cada uno de su propia conservación, su más importante y primera solicitud debe ser el velar sobre ella continuamente; ¿y cómo ha de estar siempre en veIa, si no le mueve el más vivo interés?
Preciso es, pues, que nos amemos para conservarnos, y que nos amemos más que todas las cosas; por consecuencia inmediata de este mismo afecto, amemos lo que nos conserva. Todo niño se aficiona a su nodriza; Rómulo se debió aficionar a la loba que le daba de mamar. Esta afición es al principio meramente maquinal. A todo individuo le atrae lo que favorece su bienestar, y le repele lo que le perjudica, esto no es más que un ciego instinto. Lo que transforma en afecto este instinto, en amor la afición, la aversión en odio, es la intención manifiesta de perjudicarnos o sernos útil. Nadie se apasiona por los seres insensibles que siguen el impulso que les han dado; pero aquellos de quienes esperamos daño o beneficio en fuerza de su de voluntad, los que vemos que libremente obran en nuestro favor o en contra nuestra, nos inspiran afectos análogos a los que nos manifiestan. Buscamos lo que nos sirve, pero amamos lo que nos quiere servir; huimos de lo que nos perjudica, pero aborrecemos lo que quiere hacernos mal.
El primer afecto de un niño es amarse a sí propio; y el segundo, que del primero se deriva, amar a los que le rodean; porque en el estado de flaqueza en que se halla, sólo conoce las personas por la asistencia y las atenciones que recibe. Primero la afición que tiene a su nodriza y a su niñera no es más que hábito; las busca porque las necesita, y porque se encuentra bien con ellas; es más egoísmo en él que benevolencia. Mucho tiempo necesita para que comprenda que no sólo le son útiles, sino que quieren serlo; y entonces es cuando empieza a quererlas.
Por consiguiente, un niño se inclina de modo natural a la benevolencia, porque ve que todo cuanto a él se acerca tiene propensión a asistirle; y de esta observación saca la costumbre de un afecto propicio a su especie; pero a medida que extiende sus relaciones, sus necesidades, sus dependencias activas o pasivas, se despierta el afecto de sus relaciones con otro, y produce el de las obligaciones y preferencias. Tórnase entonces el niño imperioso, celoso, engañador y vengativo. Si le obligan a que obedezca, como no ve para qué sirve lo que le mandan, lo atribuye a antojo, a intención de atormentarle, y se enfurece. Si le obedecen a él, así que algo se le resiste, lo mira como una rebeldía, como una determinación de hacerle mal; aporrea la silla o la mesa, porque le ha desobedecido. El amor de sí mismo, que sólo a nosotros se refiere está contento cuando se hallan satisfechas nuestras verdaderas necesidades; pero el amor propio que se compara nunca está contento ni puede estarlo, porque como no prefiere este afecto a los demás, también exige que nos prefieran los demás a ellos, cosa que no es posible. De este modo nacen del amor propio los irascibles y rencorosos; de suerte que lo que hace al hombre esencialmente bueno, es tener pocas necesidades, compararse poco con los demás, y, esencialmente malo, el tener muchas necesidades y adherirse mucho a la opinión. Fácil es ver por este principio cómo se pueden encaminar a lo bueno o a lo malo todas las pasiones de los niños y los hombres. Verdad es que no pudiendo siempre vivir solos, con dificultad vivirán siempre buenos, y que necesariamente crecerá esta dificultad aumentándose sus relaciones; y en esto particularmente los riesgos de la sociedad nos hacen más indispensables la diligencia y el arte para precaver en el corazón humano la depravación que nace de sus nuevas necesidades.
El estudio conveniente para el hombre es el de sus relaciones. Mientras que sólo se conoce por su ser físico, se debe estudiar en sus relaciones con las cosas, que es el empleo de su niñez; cuando empieza a sentir su ser moral, se debe estudiar en sus relaciones con los hombres, que es el empleo (le toda su vida comenzando desde el punto a que ya hemos llegado.
[...] La flaqueza del hombre es la que le hace sociable; nuestras comunes miserias son las que excitan nuestros corazones a la humanidad: nada le deberíamos si no fuéramos hombres. Todo cariño es señal de insuficiencia; si no tuviera cada uno de nosotros necesidad de los demás, nunca pensaría en unirse con ellos. Así, de nuestra misma enfermedad nace nuestra dicha frágil. Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario: Dios solo disfruta de una felicidad absoluta; pero, ¿quién de nosotros se forma idea de ella? Si un ser imperfecto se pudiera bastar a sí mismo, ¿de qué según nosotros, disfrutaría? Estaría solo y sería miserable. No concibo que el que nada ama pueda ser feliz.
Dedúcese de aquí que nos aficionaremos a nuestros semejantes, no tanto por e1 sentimiento de sus gustos, cuanto por el de sus penas; porque en éstas vemos mejor la Identidad de nuestra naturaleza y la fianza del cariño que nos tienen. Si nos unen por interés nuestras necesidades comunes, por afecto nos unen nuestras miserias comunes. Menos amor que envidia inspira a los demás la presencia de un hombre feliz; con gusto le echaríamos en cara que usurpa un derecho que no tiene, gozando de una felicidad exclusiva; nuestro amor propio también padece, haciéndonos ver que este hombre no necesita de nosotros. Pero, ¿quién no se compadece del desgraciado que ve sufrir? ¿Quién no le quisiera librar de sus males, si sólo un deseo bastara para ello? La imaginación, más nos hace poner en lugar del miserable que del hombre feliz, y sentimos que el primero de éstos nos atañe más de cerca que el último. Dulce es la piedad, porque sustituyéndonos al que padece, sentimos, no obstante, la satisfacción de no padecer como él; y amarga la envidia, porque la presencia de un hombre feliz, lejos de subrogar al envidioso en su lugar, le causa el desconsuelo de no verse en él. El uno parece que nos exime de los males que sufre, y el otro que nos priva de los bienes que disfruta.
Así, pues, si queréis excitar y mantener en el pecho de un joven los primeros movimientos de la naciente sensibilidad y enderezar su carácter hacia la beneficencia y la bondad, no hagáis brotar en él, con la engañosa imagen de la felicidad humana, la soberbia, la vanidad, la envidia; no expongáis a sus ojos la pompa de las cortes, el fausto de los palacios, los atractivos del teatro; no le llevéis a las tertulias y las brillantes asambleas; no le hagáis ver lo exterior de la alta sociedad hasta que le hayáis puesto en estado de que la aprecie por sí mismo. Enseñarle el mundo antes que conozca a los hombres, es estregarle y no formarle, engañarle y no instruirle.
No son los hombres, por naturaleza, ni reyes, ni potentados, ni cortesanos, ni ricos: todos nacieron pobres y desnudos, sujetos todos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a toda especie de duelos; condenados, en fin, a muerte. Esto sí que es propio del hombre; de ello no está exento ningún mortal. Así, empezad estudiando en la naturaleza humana lo que de ella es más inseparable, lo que mejor constituye la humanidad.
A los dieciséis años sabe el adolescente lo que es sufrir, porque ya ha sufrido; mas apenas sabe que también sufren otros seres, pues verlo sin sentirlo no es saberlo; y, como cien veces he dicho, el niño que no imagina lo que sienten los demás, no conoce otros males que los suyos propios. Pero cuando el primer desarrollo inflama su imaginación, empieza, a sentirse en sus semejantes, a moverse con sus querellas, a padecer con sus duelos. Entonces la triste pintura de la humanidad doliente debe excitar en su pecho la ternura primera que haya experimentado.
Si no es fácil notar este instante en vuestros hijos ¿de quién os quejáis? Tan pronto los enseñáis a que finjan afectos y les hacéis que hablen su idioma, que, como siempre os explicáis en el mismo estilo, vuelven contra vosotros mismos vuestras lecciones, sin dejaros medio ninguno para que distingáis cuando, habiendo cesado de mentir, empiezan a sentir lo que dicen. Pero ved a mi Emilio: de la edad a que le he conducido, ni sintió, ni mintió jamás. Antes de saber qué es querer, a nadie ha dicho yo te quiero; no le han prescrito qué semblante había de poner cuando entrara en el cuarto de su padre, su madre o su ayo enfermos; no le han enseñado el arte de afectar la tristeza que no tenía. No ha fingido que lloraba la muerte de nadie, porque no sabe qué cosa es morir. En sus modales descubre la misma insensibilidad que hay en su corazón. Indiferente para todo, menos para sí, corno todos los niños, por nadie se toma interés; y lo que le distingue de los demás, es que no afecta que se lo toma, y no es falso como ellos.
Habiendo reflexionado poco Emilio acerca de los seres sensibles, tarde sabrá qué es padecer y morir. Empezarán a agitar sus entrafías los quejidos y los gritos; la vista de la sangre que corre le hará volver los ojos; gran angustia le causarán las convulsiones de un animal moribundo, antes que sepa de dónde le vienen estos nuevos movimientos. No los tendría si hubiera permanecido bárbaro y estúpido; si estuviera más instruido sabría cuál es su fuente: ya ha comparado sobradas ideas para no sentir nada, y no las bastantes para concebir lo que siente.
Así nace la piedad, primer sentimiento relativo que mueve el pecho humano, según el orden de la naturaleza. Para tornarse piadoso y sensible, preciso es que sepa el niño que hay seres semejantes a él, que padecen lo que ha padecido, que sienten los dolores que ha sentido, y otros de que debe tqner idea como que también puede sentirlos. Y, efectivamente, ¿cómo nos dejamos mover de la piedad, sino es trasladándonos fuera de nosotros, identificándonos con el ser que padece, dejando, por decirlo así, nuestro ser por tomar el suyo? Sólo en cuanto juzgamos que él padece, padecemos nosotros y padecemos en él, no en nosotros. De manera que ninguno se vuelve sensible hasta que se anima su imaginación y empieza a trasladarle fuera de sí mismo.
¿Qué debemos hacer, en consecuencia, para excitar y mantener esta naciente sensibilidad y para guiarla y seguirla en su natural declive, si no es presentar al joven objetos en que pueda obrar la fuerza expansiva de su corazón, que le dilaten y le extiendan por los demás seres, que hagan que en todas partes se halle fuera de sí; desviar con esmero los que le coartan, le reconcentran y ponen tirante el muelle del yo humano; quiero decir, en términos más claros, excitar en él la bondad, la humanidad, la conmiseración, la beneficencia, todas las halagüeñas y suaves pasiones que, naturalmente, agradan a los hombres y estorban que nazcan la envidia, la codicia, el rencor, todas pasiones crueles y repulsivas, que no sólo hacen, por decirlo así, nula, sino también negativa la sensibilidad y son perpetuo torcedor de quien las experimenta?

GUIA DE PREGUNTAS

1. ¿Cuál es el tema de investigación y qué dificultades plantea investigar este tema? ¿Por qué y para qué se requiere investigar previamente la naturaleza del hombre? 2. ¿En qué se fundamenta la tesis de la igualdad natural de los hombres? 3. ¿Cuáles son los cuatro principios naturales comunes a todos los hombres? ¿Cuáles de estos principios son comunes con los animales y cuáles no? 4. (Discurso) ¿Es el hombre naturalmente social, antisocial o asocial? Fundamente. 5. ¿Qué críticas se hace a la concepción de Hobbes? 6. ¿En qué consiste la piedad natural? 7. ¿Qué relación hay entre el crimen y la ley? 8. ¿Qué conclusiones se extraen del análisis? 9. (Emilio) ¿Cuáles son los afectos básicos del niño? 10. ¿Cómo caracteriza a la piedad?


[i] El famoso templo de Apolo en la isla de Delfos tenía una inscripción que decía: «Conócete a ti mismo».
[ii] Los moralistas son los que se abocaban al estudio de las humanidades y las ciencias sociales.
[iii] Esto es, la naturaleza humana, en el doble sentido de lo esencial o propio del hombre y de lo natural u originario por contraposición a la artificial, fabricado o construido (o de lo primitivo o primigenio por contraposición a lo derivado y degenerado o pervertido).
[iv] Rousseau ofrece en este Discurso un ejemplo claro de cómo debe realizarse una investigación científica. Comienza por plantear el problema y mostrar cuál es la importancia de la cuestión para el conocimiento presente.
[v] Glauco, hijo de Antedón, o de Poseidón, dios marino símbolo del poderío cretense (Virgilio, Metamorfosis, xiii, 924). Platón (República, X, 611) convierte la estatua desfigurada en metáfora de la condición del alma unida al cuerpo.
[vi] Es decir, Dios, el Creador de todos los seres y de los hombres.
[vii] En contra de un supuesto muy extendido y aceptado en el siglo XVIII que afirmaba el progreso en la historia humana (es decir, que cuanto más se avanza en el tiempo, mejor es la condición humana), Rousseau sostiene una perspectiva pesimista y crítica: cuanto más se aleja el hombre de su estado natural (primitivo) más se pervierte y se deforma su naturaleza.
[viii] En esta fórmula sintética, se expresa el paradójico resultado de los intentos de conocer la naturaleza humana: dado que cuanto más conocemos, mayor cantidad de elementos recubren la primitiva constitución del hombre, mayores son las deformaciones y mayores los obstáculos para conocerle. El entendimiento obra como su propio obstáculo.
[ix] Rousseau, al igual que la mayor parte de los filósofos modernos y a diferencia de los antiguos y medievales, parte de la hipótesis de la igualdad natural de los hombres. En el siglo XVIII, esta hipótesis ya ha sido asimilada a la opinión general.
[x] La comparación con las especies animales es una fuente inestimable de hipótesis sobre la naturaleza del hombre.
[xi] Las conjeturas son construcciones imaginarias que responden a ciertos problemas. Son sinónimo de supuestos o hipótesis. Tales conjeturas sobre la naturaleza del hombre difícilmente puedan ser probadas o confirmadas. No obstante, su valor reside en que permiten aclarar los problemas y plantearlos correctamente.
[xii] Se trata de problemas complejos y difíciles, no sólo para el hombre común sino también para los “grandes filósofos”. La aclaración del problema y su planteo adecuado no resuelve definitivamente las cuestiones planteadas, pero permite avanzar algo en la resolución, facilitando el camino de los vienen después.
[xiii] Ningún hombre está ya en estado natural, puesto que en todos los pueblos se ha desarrollado algún grado de cultura, historia o civilización, perdiéndose la condición originaria natural. Rousseau parece admitir la no existencia del hombre natural en la Lettre á Christophe de Beaumont: «Este hombre no existe, diréis: de acuerdo. Pero puede existir por suposición», teoría que concuerda con las de Levi-Strauss, quien considera necesaria la definición del estado de naturaleza aunque no haya existido: «El hombre natural no es ni anterior ni exterior a la sociedad; nos corresponde a nosotros hallar su forma, inmanente al estado social fuera del cual la condición humana es inconcebible» (Tristes Tropiques). De cualquier modo, esa misma hipótesis la había leído Rousseau en Pufendorf.
[xiv] El estado natural del hombre es una hipótesis que permite clarificar y ordenar el conocimiento de los hechos, pero no tiene la pretensión de ser un hecho, ni siquiera un hecho pasado.
[xv] Es muy improbable que el hombre pueda “regresar” a su estado natural, deshaciendo o suprimiendo las deformaciones introducidas por la cultura y la historia.
[xvi] Las hipótesis (o “nociones precisas”, como las llama en este lugar) no tienen por función “reflejar” o “representar” la realidad, sino que sirven como criterio para juzgar y evaluar los hechos.
[xvii] Aristóteles y Plinio han sido considerados los más grandes filósofos de la antigüedad griega y romana. Por eso Rousseau dice que este problema es tan complejo que debe ser afrontado por los más grandes pensadores de la época actual.
[xviii] La magnitud del problema es tan grande que rebasa el pensamiento de los más sabios y la acción de los más poderosos. Por otro lado, es difícil que los más sabios y los más poderosos se pongan de acuerdo para aunar fuerzas.
[xix] Rousseau destaca la importancia de estas investigaciones en tanto de sus resultados dependen otros muchos conocimientos básicos como son los fundamentos de la sociedad humana y del derecho natural.
[xx] Jean-Jacques Burlamaqui (1694-1748), profesor de la Academia de Ginebra, y autor de Principes du droit natural (Ginebra 1747) y Principes du droit politique (Ginebra, 1751). Derathé (Rousseau et la scíence politique de son temps, Paris, P.U.F. 1950, págs. 84-89) la influencia de Burlamaqui sobre Rousseau habría sido superficial.
[xxi] Al no haber resuelto el problema básico de los rasgos esenciales de la naturaleza del hombre, no se ha podido acordar sobre otros temas derivados de ese conocimiento fundamental.
[xxii] Montesquieu se acerca más a los jurisconsultos romanos en su definición de la que Rousseau: «Las leyes, en la significación más amplia, son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen sus leyes; la Divinidad tiene sus leyes; el mundo material tiene sus leyes; las inteligencias superiores al hombre tienen sus leyes; los animales tienen sus leyes; el hombre tiene sus leyes» (Esprit des lois, I, i.) [Ver Robert Shackleton, Montesquieu, a crítical Biography, Londres, 1961, y sobre todo el capítulo XI: «Montesquieu's conception of Law», págs. 244-264].
[xxiii] La piedad o el amor de sí mismo son temas claves en el desarrollo ideológico de Rousseau, que vuelve sobre ellos en el Emilio, libro IV, en la primera parte de este Discurso, en la nota 15, en los Diálogos, en las Ensoñaciones del paseante solitario, y en el Ensayo sobre el origen de las lenguas; hasta el punto de que las divergencias halladas entre el capítulo X de ese Ensayo y el presente discurso han servido para que se entablara polémica sobre la fecha de redacción de aquél. Véanse mis ediciones de esos títulos citados en la bibliografía; y puede verse el aprovechamiento que de estas tesis de Rousseau hace el marqués de Sade en La filosofía en el tocador, también citada.
[xxiv] Persio, Sátiras, III, 71-73: «Aprende lo que la Divinidad te ha ordenado ser, y cuál es tu sitio en el mundo humano».

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