Sunday, February 26, 2006

El pensamiento de Nietzsche acerca del hombre

Mi concepto de libertad[i]

-A veces el valor de una cosa reside no en lo que con ella se alcanza, sino en lo que por ella se paga, - en lo que nos cuesta. Voy a dar un ejemplo. Las instituciones liberales dejan de ser liberales tan pronto como han sido alcanzadas: no hay luego cosa que cause perjuicios más molestos y radicales a la libertad que las instituciones liberales. Es sabido, en efecto, qué es lo que ellas llevan a cabo: socavan la voluntad de poder, son la nivelación de las montañas y valles elevada a la categoría de moral, vuelven cobardes, pequeños y ávidos de placeres a los hombres, - con ellas alcanza el triunfo siempre el animal de rebaño. Liberalismo: dicho claramente animalización gregaria. Esas mismas instituciones, mientras todavía no han sido conquistadas, producen efectos completamente distintos; entonces fomentan poderosamente de hecho la libertad. Vistas las cosas con más rigor, es la guerra la que produce esos efectos, la guerra por conquistar las instituciones liberales, la cual, por ser guerra, hace perdurar los instintos no liberales. Y la guerra educa para la libertad. Pues ¿qué es la libertad? Tener voluntad de autorresponsabilidad. Mantener la distancia que nos separa. Volverse más indiferente a la fatiga, a la dureza, a la privación, incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar a la propia causa hombres, incluido uno mismo. La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen a otros instintos, por ejemplo, a los de la «felicidad». El hombre que ha llegado a ser libre, y mucho más el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero. -¿Por qué se mide la libertad, tanto en los individuos como en los pueblos? Por la resistencia que hay que superar, por el esfuerzo que cuesta permanecer arriba. El tipo supremo de hombres libres habría que buscarlo allí donde constantemente se supera la resistencia suprema: a dos pasos de la tiranía, en los umbrales del peligro de la esclavitud. Esto es psicológicamente verdadero, si por «tiranos» entendemos aquí unos instintos inexorables y terribles, que provocan contra sí el máximo de autoridad y de disciplina - el tipo más bello, Julio César -; esto es también políticamente verdadero, basta para verlo dar unos pasos por la historia. Los pueblos que valieron algo, que llegaron a valer algo, no llegaron nunca a ello bajo instituciones liberales: el gran peligro fue el que hizo de ellos algo merecedor de respeto, el peligro, que es el que nos hace conocer nuestros recursos- nuestras virtudes, nuestras armas de defensa y ataque, nuestro espíritu, -que es el que nos compele a ser fuertes... Primer axioma: hay que tener necesidad de ser fuerte: de lo contrario, jamás se llega a serlo. Aquellos grandes invernaderos para cultivar la especie fuerte, la especie más fuerte de hombre habida hasta ahora, las comunidades aristocráticas a la manera de Roma y de Venecia, concibieron la libertad exactamente en el mismo sentido en que yo concibo la palabra libertad: como algo que se tiene y no se tiene, que se quiere, que se conquista...
El origen del concepto valorativo de lo bueno[ii]

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¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico, que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente -decretan- acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles; más tarde ese origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas como si fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los psicólogos ingleses, -tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar nativo del concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles., los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, -y no por una vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» -éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo.) A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral Antes bien, sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, -para servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e incluso sus palabras). Pero -aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoísta», «désintéressé» [desinteresado] son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una -«idea fija» y de una enfermedad mental).
Este problema del valor de la compasión y de la moral de la compasión (-yo soy un adversario del vergonzoso reblandecimiento moderno de los sentimientos-) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado, un signo de interrogación solitario; mas a quien se detenga en esto una vez y aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: -se le abre una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de suspicacias. de miedos, vacila la fe en la moral, en toda moral, -finalmente se deja oír una nueva exigencia. Enunciémosla: necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado» superior en valor en el sentido de ser favorable, útil, provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?...

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-Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen corno presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados -¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en, ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y lo más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes -comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: -tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los nobles», «los violentos», «los señores», «los poderosos», merece ser mencionado si se lo compara con lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, « ¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, íos ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y, condenados! ... » Se sabe quién ha recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal, pág. 118) -a saber, que con los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque -ha resultado vencedora...

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-¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero esto es lo acontecido: del tronco de aquel -árbol de la venganza y del odio, del odio judío al odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra- brotó algo igualmente incomparable, un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas las especies de amor: -¿y de qué otro tronco habría podido brotar?... Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica negación de aquella sed de venganza, como la antitesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores -¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de una política verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento, precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro lado, se podría -Imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», 1 aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?... Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su transvaloración de todos los valores sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales más nobles.--

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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante si dicho a si mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia si- forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, -su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: esta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, -su concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto « ¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices! ». Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad.. esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario -in effígie [en efigie], naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase deiloz [miedoso], deilaioz [cobarde], ponhroz [vil], mocqhroz [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) -y cómo, por otro lado, «malo», «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan oixuroz [miserable], anolboz [desgraciado], tlhmwn [resignado], duztucin [fracasar, tener mala suerte], xumjra [desdicha]). Los «bien nacidos» se sentían a sí mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente Y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la felicidad, -en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí procede el eupratein [obrar bien, ser feliz]) –todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «Sábado», distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (gennaioz «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: -en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes.

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-Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno», el problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. -El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino mas bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a. este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer- del actuar del devenir4 «él agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento, lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la fuerza causa» y cosas parecidas, -nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los'«sujeto,-,» (el átomo, por ejemplo,'es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la kantiana «cosa en si»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia, « ¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos» --esto, escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entero, única, inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el «sujeto» indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.
De la superación de sí mismo[iii]

¿«Voluntad de verdad» llamáis vosotros, sapientísimos, a lo que os impulsa y os pone ardorosos?
Voluntad de volver pensable todo lo que existe: ¡así llamo yo a vuestra voluntad!
Ante todo queréis hacer pensable todo lo que existe: dudáis, con justificada desconfianza, de que sea ya pensable.
¡Pero debe amoldarse y plegarse a vosotros! Así lo quiere vuestra voluntad. Debe volverse liso, y someterse espíritu, como su espejo y su imagen reflejada.
Esa es toda vuestra voluntad, sapientísimos, una voluntad de poder: y ello aunque habléis del bien y del mal y de las valoraciones.
Queréis crear el mundo ante el que podáis arrodillamos: esa es vuestra última esperanza y vuestra última ebriedad.
Los no sabios, ciertamente, el pueblo - son como el río sobre el que avanza flotando una barca: y en la barca se asientan solemnes y embozadas las valoraciones.
Vuestra voluntad y vuestros valores los habéis colocado sobre el río del devenir: lo que es creído por el pueblo como bueno y corno malvado me revela a mí una vieja voluntad de poder.
Habéis sido vosotros, sapientísimos, quienes habéis colocado en esa barca a tales pasajeros y quienes les habéis dado pompa y orgullosos nombres, - ¡vosotros y vuestra voluntad dominadora!
Ahora el río lleva vuestra barca: tiene que llevarla. ¡Poco importa que la ola rota eche espuma y que colérica se oponga a la quilla!
No es el río vuestro peligro y el término de vuestro bien y vuestro mal, sapientísimos: sino aquella voluntad misma, la voluntad de poder,-la inexhausta y fecunda voluntad de vida.
Mas para que vosotros entendáis mi palabra acerca del bien y del mal: voy a deciros todavía mi palabra acerca de la vida y acerca de la especie de todo lo viviente.
Yo he seguido las huellas de lo vivo, he recorrido los caminos más grandes y los más pequeños, para conocer su especie.
Con centuplicado espejo he captado su mirada cuando tenía cerrada la boca: para que fuesen sus ojos los que me hablasen. Y sus ojos me han hablado.
Pero en todo lugar en que encontré seres vivientes oí hablar también de obediencia. Todo ser viviente es un ser obediente.
Y esto es lo segundo: Se le dan órdenes al que no sabe obedecerse a sí mismo. Así es la especie de los vivientes.
Pero esto es lo tercero que oí: Mandar es más difícil que obedecer. Y no sólo porque el que manda lleva el peso de todos los que obedecen, y ese peso fácilmente lo aplasta: -
Un ensayo y un riesgo advertí en todo mandar; y siempre que el ser vivo manda se arriesga a sí mismo al hacerlo.
Más aún, también cuando se manda a si mismo tiene que expiar su mandar. Tiene que ser juez y vengador y víctima de su propia ley
¡Cómo ocurre esto! me preguntaba. ¿Qué es lo que induce a lo viviente a obedecer y a mandar y a ejercer obediencia incluso cuando manda?
¡Escuchad, pues, mi palabra, sapientísimos! ¡Examinad seriamente si yo me he deslizado hasta el corazón de la vida y hasta las raíces de su corazón!
En todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor.
A que sirva al más fuerte, a eso persuádele al más débil su voluntad, la cual quiere ser dueña de lo que es más débil todavía: a ese solo placer no le gusta renunciar.
Y así como lo más pequeño se entrega a lo más grande, para disfrutar de placer y poder sobre lo mínimo: así también lo máximo se entrega, y por amor al poder --expone la vida.
Esta es la entrega de lo máximo, el ser temeridad y peligro y un juego de dados con la muerte.
Y donde hay inmolación y servicios y miradas de amor: allí hay también voluntad de ser señor. Por caminos tortuosos se desliza lo más débil hasta el castillo y hasta el corazón del más poderoso - y le roba poder.
Y este misterio me ha confiado la vida misma. «Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo.
En verdad, vosotros llamáis a esto voluntad de engendrar o instinto de finalidad, de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo eso es una única cosa y un único misterio.
Prefiero hundirme en mi ocaso y renunciar a esa única cosa; y, en verdad, donde hay ocaso y caer de hojas, mira, allí la vida se inmola a sí misma - ¡por el poder!
Pues yo tengo que ser lucha y devenir y finalidad y contradicción de las finalidades: ¡ay, quien adivina mi voluntad, ése adivina sin duda también por qué caminos torcidos tengo que caminar yo!
Sea cual sea lo que yo crea, y el modo como lo ame, - pronto tengo que ser adversario de ello y de mi amor: así lo quiere mi voluntad.
Y también tú, hombre del conocimiento, eras tan sólo un sendero y una huella de mi voluntad: ¡en verdad, mi voluntad de poder camina también con los pies de tu voluntad de verdad!
No ha dado ciertamente en el blanco de la verdad quien disparó hacia ella la frase de la ‘voluntad de existir’: ¡esa voluntad --no existe!
Pues lo que no es no puede querer; mas lo que esta en la existencia, ¡cómo podría seguir queriendo la existencia!
Sólo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vida, sino - así te lo enseño yo - ¡voluntad de poder!
Muchas cosas tiene el viviente en más alto aprecio que la vida misma; pero en el apreciar mismo habla - ¡la voluntad de poder! » -
Esto fue lo que en otro tiempo me enseño la vida: y con ello os resuelvo yo, sapientísimos, incluso el enigma de vuestro corazón.
En verdad, yo os digo: ¡Un bien y un mal que fuesen imperecederos - no existen! Por si mismos deben una y otra vez superarse a si mismos.
Con vuestros valores y vuestras palabras del bien y del mal ejercéis violencia, valoradores: y ése es vuestro oculto amor, y el brillo, el temblor y el desbordamiento de vuestra propia alma.
Pero una violencia más fuerte surge de vuestros valores, y una nueva superación: al chocar con ella se rompen el huevo y la cáscara.
Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.
Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésta es la bondad creadora. -
Hablemos de esto, sapientísimos, aunque sea desagradable. Callar es peor; todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas.
¡Y que caiga hecho pedazos todo lo que en nuestras verdades -pueda caer hecho pedazos! ¡Hay muchas casas que construir todavía!

Así habló Zaratustra.


Cómo el «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en fábula[iv]

Historia de un error

1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, -él vive en ese mundo, es ese mundo.
(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, convincente. Transcripción de la tesis «yo, Platón, soy la verdad».)
2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso («al pecador que hace penitencia»).
(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, mas inaprensible, --se convierte en una mujer, se hace cristiana...)
3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo
(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea sublimizada, nórdica, pálida, nórdica, königsberguense.)
4. El mundo verdadero -¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?...
Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)
5. El «mundo verdadero» - una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga -una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!
(Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)
6. Hemos eliminada el mundo verdadero.- ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No! , ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zaratustra].)

[i] NIETZSCHE, F.: El crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 1992.
[ii] NIETZSCHE, F.: La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1980.
[iii] NIETZSCHE, F.: Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[iv] NIETZSCHE, F.: El crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 1992.

1 Comments:

Blogger halana said...

me parecen excelentes las concepciones de nietzsche, sus valores y su realidad. si bien por momentos y a primera vista su literatura parece agreciva y orgulla me parece positiva y concientizadora

1:01 PM  

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