Sunday, February 26, 2006

La concepción hegeliana del hombre

FRANCIS FUKUYAMA

EL FIN
DE LA HISTORIA
Y EL
ULTIMO HOMBRE

PLANETA-AGOSTINI
1994

PARTE III
La lucha por el reconocimiento

13. AL COMIENZO, EL COMBATE A MUERTE
POR EL PRESTIGIO

Y es solamente arriesgando la vida que se consigue la libertad; sólo así se prueba y demuestra que la naturaleza esencial de la conciencia de sí mismo no es la simple existencia, no es meramente la forma inmediata con la cual al principio hace su aparición... Al individuo que no se ha jugado la vida, se le puede, sin duda, reconocer como una persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como una conciencia independiente de sí mismo.
G.W. F. HEGEL, La fenomenología del espíritu[i]


Todo deseo humano, antropogenético -el deseo que genera la conciencia de sí mismo, la realidad humana-, es, finalmente, una función del deseo de «reconocimiento». Y el riesgo de la vida por el cual la realidad humana «sale a la luz» es un riesgo que se toma por causa de este deseo. Por consiguiente, hablar del «origen» de la conciencia de sí mismo es necesariamente hablar de un combate a muerte por el «reconocimiento».
ALEXANDRE KOJEVE, Introducción a la lectura de Hegel[ii]


¿Qué es lo que se juegan los pueblos del mundo, desde España y Argentina hasta Hungría y Polonia, cuando se deshacen de una dictadura y establecen una democracia liberal? En cierta medida, la respuesta es puramente negativa[iii], basada en los errores e injusticias del orden político precedente: quieren verse libres de los odiados coroneles o jefes de partido que los oprimían, vivir sin miedo a las detenciones arbitrarias. Los que habitan en la Europa del Este y en la Unión Soviética piensan o esperan que van a obtener la prosperidad capitalista[iv], puesto que en el espíritu de muchos democracia y capitalismo están estrechamente entrelazados. Pero, como hemos visito, es perfectamente posible tener prosperidad sin libertad, como España, Corea del Sur o Taiwán lo consiguieron con gobiernos autocráticos. Y, sin embargo, en cada uno de esos países la prosperidad no bastaba[v]. Cualquier tentativa de describir el impulso humano fundamental que motivó las revoluciones liberales del final del siglo xx o, de hecho, de cualquier revolución liberal desde las de América y Francia en el siglo XVIII, como un impulso meramente económico, sería radicalmente incompleto. El mecanismo creado por la ciencia natural moderna es una explicación parcial y en fin de cuentas insatisfactoria del proceso histórico[vi]. Los gobiernos libres ejercen una atracción positiva por sí mismos. Cuando los presidentes de Estados Unidos o de Francia elogian la libertad y la democracia, lo hacen tomándolas como cosas buenas por sí mismas, y este elogio parece despertar ecos en la gente de todo el mundo.
Para comprender esta resonancia, hemos de volver a Hegel, el filósofo que primero respondió al llamamiento de Kant y escribió una historia universal que sigue siendo, en muchos aspectos, la más sólida de todas. Interpretado por Alexandre Kojéve, Hegel nos proporciona un «mecanismo» alternativo para entender el proceso histórico, un mecanismo basado en la «lucha por el reconocimiento». Aunque no necesitamos abandonar nuestra interpretación económica de la historia, el «reconocimiento» nos permite recobrar una dialéctica histórica totalmente no materialista[vii], que es mucho más rica, en su comprensión de las motivaciones humanas, que la versión marxista o la tradición sociológica derivada de Marx.
Puede discutirse legítimamente si la interpretación de Hegel por Kojéve que presentamos aquí es realmente Hegel tal como él mismo se comprendía, o si contiene una mezcla de ideas que son propiamente «kojévianas»[viii]. Kojéve toma ciertos elementos de las enseñanzas de Hegel, como la lucha por el reconocimiento y el fin de la historia, y los convierte en el eje de esa enseñanza de una manera que Hegel pudo no haber hecho. Aunque descubrir al Hegel original es una tarea importante, para los fines de la presente discusión no nos interesa Hegel per se, sino Hegel interpretado por Kojéve, o tal vez un nuevo filósofo sintético llamado Hegel-Kojéve. En las referencias que se hagan a Hegel en realidad nos referiremos a Hegel-Kojéve, y nos interesarán más las ideas mismas que los filósofos que originalmente las articularon[ix].
Puede pensarse que para descubrir el sentido real del liberalismo haya que retroceder en el tiempo al pensamiento de los filósofos que fueron la fuente original del liberalismo[x]: Hobbes y Locke. Las sociedades liberales más viejas y duraderas -las de la tradición anglosajona, como Inglaterra, Estados Unidos y Canadá-, se han interpretado a sí mismas, típicamente, en términos lockeanos. Volveremos, cierto, a Hobbes y Locke, pero Hegel nos interesa particularmente por dos razones. En primer lugar nos proporciona una comprensión del liberalismo más noble que la de Hobbes y Locke. Prácticamente contemporánea con la enunciación del liberalismo lockeano ha habido una inquietud persistente con la sociedad que produjo y con el producto prototípico de esa sociedad, el burgués (bourgeois). Puede seguirse la pista de esta inquietud, en fin de cuentas, hasta un único hecho moral, el de que el burgués se preocupa primariamente de su propio bienestar material y no posee espíritu público ni virtudes, ni se dedica a la comunidad que lo rodea. En suma, el burgués es egoísta, y el egoísmo del individuo privado ha estado en el meollo de las críticas de la sociedad liberal tanto por parte de la izquierda marxista como de la derecha aristocrática. Hegel, en contraste con Hobbes y Locke, nos proporciona una comprensión de la sociedad liberal basada en la parte no egoísta de la personalidad humana[xi], y trata de proteger esta parte como la esencia de las concepciones políticas modernas. Si lo ha conseguido, queda por ver; esto, justamente, será el tema de la parte última del presente libro.
La segunda razón para volver a Hegel es que su concepción de la historia como una «lucha por el reconocimiento» es un modo muy útil e iluminador de ver el mundo contemporáneo. Nosotros, los habitantes de las democracias liberales, estamos tan acostumbrados a interpretaciones de los acontecimientos que reducen sus motivaciones a causas económicas, somos tan enteramente burgueses en nuestras percepciones, que a menudo nos sor-prende descubrir cuán totalmente no económica es la vida política. En realidad no tenemos siquiera un vocabulario corriente para hablar del lado orgulloso y afirmativo de la naturaleza humana que es responsable de llevarnos a las mayoría de las guerras y los conflictos políticos. La «lucha por el reconocimiento» es un concepto tan viejo como la filosofía política y se refiere a un fenómeno coetáneo de la propia vida política. Si hoy nos parece un término algo extraño y nada familiar, es sólo debido a la «economización» de nuestro modo de pensar acaecida en los últimos cuatro siglos. Sin embargo, la «lucha por el reconocimiento» es evidente a nuestro alrededor y subraya los movimientos contemporáneos por los derechos liberales, ya sea en la Unión Soviética, Europa del Este, África del Sur o América latina, ya sea en los propios Estados Unidos.
Para descubrir el significado de la «lucha por el reconocimiento» es preciso comprender el concepto del hombre o de la naturaleza humana propio de Hegel[xii]. Los teóricos políticos que precedieron a Hegel presentaban la naturaleza humana como un retrato del «primer hombre», es decir, el hombre en «estado de naturaleza». Hobbes, Locke y Rousseau nunca se propusieron que el estado de naturaleza se entendiera como una interpretación empírica o histórica del hombre primitivo, sino más bien como una especie de experimento mental para apartar los aspectos de la personalidad humana que eran simplemente producto de las convenciones como, por ejemplo, el hecho de ser italiano, noble o budista-, y descubrir -así las características comunes al hombre como hombre.
Hegel negaba tener una doctrina sobre el estado de naturaleza y habría rechazado el concepto de naturaleza humana, permanente y sin cambios. El hombre, para él, era libre y no determinado, y por tanto capaz de crear su propia naturaleza en el curso del tiempo histórico. Sin embargo, este proceso de autocreación tenía un punto de partida que equivalía, a todos los fines útiles, a un estado de naturaleza[xiii]. Hegel, en la Fenomenología del espíritu, describe un «primer hombre» primitivo que vive en los comienzos de la historia cuya función filosófica no podía distinguirse de la del «hombre en estado de naturaleza» de Hobbes, Locke y Rousseau. Es decir, este «primer hombre» era un prototipo de ser humano, que poseía los atributos humanos fundamentales existentes antes de la creación de la sociedad civil y del proceso histórico.
El «primer hombre» de Hegel comparte con los animales ciertos deseos naturales básicos, como el deseo de alimentos, sueño, cobijo, y, por encima de todo, de conservación de la propia vida. Es, hasta ahí, parte del mundo físico o natural. Pero el «primer hombre» de Hegel es radicalmente distinto de los animales en el hecho de que desea no sólo objetos reales, «positivos» -un bistec, un abrigo de pieles con que calentarse, un refugio en que vivir-, sino también objetos que no son materiales. Por encima de todo, desea el deseo de otros hombres, es decir, que otros lo deseen o lo reconozcan Para Hegel, un individuo no puede tener conciencia de sí mismo, es decir, darse cuenta de que existe como un ser humano separado, si no lo reconocemos otros seres humanos. El hombre, en otras palabras, fue desde el principio un ser social; su sentido del valor de sí mismo y de identidad se halla íntimamente conectado con el valor que le atribuyen otras personas. Está, según la frase de David Riesman, fundamentalmente «dirigido hacia los otros».[xiv] Cierto que los animales muestran una conducta social, pero se trata de una conducta instintiva y basada en la satisfacción mutua de necesidades naturales. Un delfín o un simio desean un pez o un plátano y no el deseo de otro delfín u otro simio. Como explica Kojéve, sólo el hombre puede desear «un objeto perfectamente inútil desde el punto de vista biológico (como una condecoración o la bandera del enemigo)»; desea esos objetos no por sí mismos, sino porque los desean otros seres humanos.
Pero el «primer hombre» de Hegel difiere de los animales de una segunda manera mucho más fundamental. Este hombre desea no sólo que lo reconozcan otros hombres, sino que lo reconozcan como hombre. Y lo que constituye la identidad del hombre como hombre, la característica fundamental y exclusivamente humana, es la capacidad del hombre para arriesgar su vida. Así, los encuentros del «primer hombre» con otros hombres conducen a una lucha violenta en la cual cada contendiente trata de hacer que el otro lo «reconozca», arriesgando para ello su propia vida. El hombre es un animal fundamentalmente social, dirigido hacia el otro, pero su sociabilidad no lo lleva hacia una pacífica sociedad civil, sino a una lucha violenta, hasta la muerte, por el simple prestigio. Este «sangriento combate» puede tener uno de tres resultados. Puede llevar a la muerte de ambos combatientes, en cuyo caso termina la vida misma, humana y natural. Puede llevar a la muerte de uno de los contendientes, en cuyo caso el superviviente queda insatisfecho, porque ya no hay otra conciencia humana que pueda reconocerlo. O, finalmente, el combate puede terminar en una relación de señor y siervo, en la cual uno de los contendientes decide someterse a una vida de esclavitud con preferencia a arriesgarse a la muerte violenta. El señor queda entonces satisfecho, porque ha arriesgado su vida y ha recibido el reconocimiento por parte de otro ser humano de haberlo hecho así. El encuentro inicial entre «primeros hombres» en el estado de naturaleza de Hegel es tan violento como el estado de naturaleza de Hobbes o el estado de guerra de Locke, pero no conduce a un contrato social u otra forma de sociedad civil pacífica, sino a una relación altamente desigual de señorío y servidumbre[xv].
Para Hegel, como para Marx, la sociedad primitiva estaba dividida en clases sociales. Pero, a diferencia de Marx, Hegel creía que las más importantes diferencias de clase no se basaban en las funciones económicas, como la de ser propietario de tierras o campesino, sino en la actitud respecto a la muerte violenta. La sociedad se dividía en señores, que estaban dispuestos a arriesgar la vida, y esclavos o siervos, que no lo estaban. La concepción hegeliana de la primitiva estratificación en clases es probablemente más acertada, históricamente, que la de Marx. Muchas aristocracias tradicionales surgieron, inicialmente, del «ethos del guerrero» de las tribus nómadas que dominaron a pueblos más sedentarios gracias a su mayor implacabilidad, crueldad y valentía. Después de la victoria inicial, los señores, en las generaciones siguientes, se instalaron en haciendas y asumieron una relación económica, como los terratenientes que exigían el pago de impuestos o tributos a la vasta masa de campesinos «esclavos» sobre los que reinaban. Pero el ethos del guerrero -el sentido de superioridad innata basada en la disposición a arriesgar la vida- siguió siendo el centro esencial de la cultura de las sociedades aristocráticas en todo el mundo, mucho después de que largos años de paz y ocio permitieron a esos mismos aristócratas degenerar en cortesanos afeminados y mimados.
Gran parte de esta interpretación hegeliana del hombre primigenio sonará extrañamente a los oídos modernos, en especial su identificación con la voluntad de arriesgar la vida en combate por el puro prestigio como el rasgo humano más fundamental. Pues, ¿no es la voluntad de arriesgar la vida simplemente una costumbre social primitiva que ha desaparecido del mundo hace mucho, como han desaparecido el duelo y los asesinatos por venganza?[xvi] En nuestro mundo todavía hay personas que van por ahí arriesgando la vida en sangrientos combates por un nombre, una bandera, o un pedazo de tela, pero suelen pertenecer a bandas con nombres extravagantes y se ganan la vida vendiendo drogas o bien viven en países como Afganistán. ¿En qué sentido se puede decir que un hombre que está dispuesto a matar o a que lo maten por algo de valor puramente simbólico puede considerarse más profundamente humano que alguien que, con mayor sensatez, rehuye un desafío y somete sus demandas a un arbitraje pacífico o a los tribunales?
La importancia de la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio sólo puede entenderse si consideramos más profundamente la concepción hegeliana del significado de la libertad humana. En la tradición anglosajona liberal, que nos es familiar, hay una interpretación de sentido común de la libertad como la simple ausencia de restricciones. Así, según Hobbes, «libertad significa propiamente la ausencia de oposición -por oposición entiendo los obstáculos externos al movimiento-, y puede aplicarse lo mismo a las criaturas irracionales o inanimadas que a las racionales»[xvii]. De acuerdo con esta definición, una roca rodando por una ladera y un oso hambriento vagando por los bosques podría decirse que son «libres». Pero, de hecho, sabemos que el rodar de una roca está determinado por la gravedad y por la inclinación de la ladera, del mismo modo que la conducta del oso está determinada por la compleja interacción de una serie de deseos naturales, instintos y necesidades. Un oso hambriento vagando por el bosque es «libre» sólo en un sentido formal. No tiene otra elección que responder a su hambre y a sus instintos. Los osos no hacen huelgas de hambre en defensa de más altas causas. Las conductas de la roca y del oso están determinadas por su naturaleza física y por el medio natural que los rodea. En este sentido son como máquinas programadas para funcionar de acuerdo con ciertas reglas, de las cuales, en última instancia, las leyes de la física son las fundamentales.
La gran obra política de Hobbes, Leviatán, empieza con la descripción del hombre como una complicada máquina de este tipo. Divide la naturaleza humana en una serie de pasiones básicas, como la alegría, el miedo, el dolor, la esperanza, la indignación y la ambición, que cree que bastan, en diferentes combinaciones, para determinar y explicar toda la conducta humana. Así, Hobbes, en fin de cuentas, no cree que el hombre sea libre en el sentido de que posea la capacidad para las decisiones morales. Puede ser más o menos racional en su conducta, pero la racionalidad sirve simplemente fines como la conservación de sí mismo, que son dados por la naturaleza. Y la naturaleza, a su vez, puede explicarse plenamente por las leyes de la materia en movimiento, leyes que habían sido expuestas poco antes por Isaac Newton.
Hegel, en cambio, empieza con una concepción completamente diferente del hombre. No sólo el hombre no está determinado por su naturaleza física, o animal, sino que su misma humanidad consiste en su capacidad de superar o negar esta naturaleza animal. Es libre no sólo en el sentido formal de Hobbes, de no verse restringido, sino libre en el sentido metafísico de ser radicalmente no determinado por la naturaleza. Ésta incluye su propia naturaleza, su ambiente natural y las leyes naturales. Es, en suma, capaz de verdaderas decisiones morales, o sea, de elegir entre dos cursos de acción, no simplemente a base de la mayor utilidad de uno o de otro, no como resultado de la victoria de un conjunto de pasiones e instintos sobre otro, sino gracias a una libertad inherente de hacer y seguir sus propias reglas. Y la dignidad específica del hombre reside no en una capacidad superior de calcular, que lo hace una máquina más inteligente que los animales inferiores, sino precisamente en su capacidad de libre elección moral.
Pero ¿cómo sabemos que el hombre es libre en este sentido más profundo? Ciertamente, muchos ejemplos de elección humana son, de hecho, meros cálculos en interés propio, que no sirven más que para la satisfacción de los deseos o pasiones humanos. Por ejemplo, uno puede abstenerse de robar una manzana del huerto del vecino, no por razones morales sino por temor a que la represalia sea más severa que su hambre, o porque sabe que su vecino saldrá pronto de viaje y que entonces podrá tomar cuantas manzanas quiera y sin riesgo. Que pueda calcular de este modo no lo hace menos determinado por sus instintos naturales -en este caso el hambre- que lo es un animal que simplemente agarra la manzana.
Hegel no niega que el hombre tiene un aspecto animal y una naturaleza finita y determinada; ha de comer y dormir. Pero puede demostrarse que es también capaz de actuar de maneras que contravienen totalmente sus instintos naturales, y los contravienen no por satisfacer un instinto más alto o más poderoso, sino, en cierto modo, por el simple deseo de contravenirlos. Es por esto que la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio tiene un papel tan importante en la interpretación hegeliana de la historia. Al arriesgar la vida, el hombre prueba que puede actuar en contra de su instinto más poderoso y fundamental, el de conservar la vida. Como dice Kojeve, el deseo humano del hombre ha de vencer a su deseo animal de conservación.
Y es por esto que es importante que el combate del comienzo de la cultura sea sólo por el prestigio, o una menudencia aparente como una medalla o una bandera que significan el reconocimiento. La razón por la que combato es para conseguir que otro ser humano reconozca el hecho de que estoy dispuesto a arriesgar la vida y que, por tanto, soy libre y auténticamente humano. Si el sangriento combate se librara con algún propósito (o como diríamos nosotros, burgueses modernos, educados por Hobbes y Locke, con un propósito «racional»), como la protección de la familia o la adquisición de las tierras o los bienes de nuestro adversario, entonces el combate sería simplemente por la satisfacción de alguna necesidad animal. De hecho, muchos animales inferiores son capaces de arriesgar su vida en combate por, digamos, proteger a sus crías o marcar un territorio por el cual vagar. En cada caso, esta conducta está determinada por el instinto y existe con el propósito de asegurar la supervivencia de la especie. Sólo el hombre es capaz de librar un sangriento combate con el único propósito de demostrar que desprecia su propia vida, que es algo más que una máquina complicada o un «esclavo de sus pasiones»[xviii], en suma, que posee una dignidad específicamente humana porque es libre.
Puede objetarse que una conducta «contrainstintiva» como la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio está sencillamente determinada por un instinto más profundo y atávico, del cual Hegel no se dio cuenta. La biología moderna, en efecto, sugiere que los animales, lo mismo que los hombres, libran combates por el prestigio, aunque nadie afirmaría que los animales son agentes morales. Si tomamos en serio las enseñanzas de la ciencia natural moderna, el reino del hombre está enteramente subordinado al reino de la naturaleza y está igualmente determinado por las leyes de la naturaleza. Toda conducta humana puede explicarse, en última instancia, por lo subhumano, por la psicología y la antropología, que a su vez descansan en la biología y la química, y finalmente en el funcionamiento de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Hegel y su predecesor Kant se daban cuenta de la amenaza que los fundamentos materialistas de la ciencia natural moderna constituían para la posibilidad de libre elección humana. El propósito final de la Crítica de la razón pura de Kant consistía en amurallar una «isla» en medio del mar de la causalidad mecánica natural, que permitiera coexistir con la física moderna, en un sentido rigurosamente filosófico, una verdadera elección libre, moral. Hegel aceptaba la existencia de esta «isla», una isla, de hecho, más amplia de la que Kant concibiera. Ambos filósofos creían que en ciertos aspectos los seres humanos estaban literalmente libres de la sujeción a las leyes de la física. Esto no equivalía a decir que los seres humanos pudieran moverse más rápidamente que la luz o rechazar la ley de la gravedad, sino más bien que los fenómenos morales no podían reducirse simplemente a la mecánica de la materia en movimiento.
Está fuera de nuestra actual capacidad o intención analizar lo adecuado de la «isla» creada por el idealismo alemán; la cuestión metafísica de la posibilidad de la libre elección humana es, como dijo Rousseau, «el abismo de la filosofía»[xix]. Pero si de momento echamos a un lado esta torturada cuestión, podemos notar que, como fenómeno psicológico, la insistencia de Hegel en la magnitud del riesgo de muerte señala algo muy real e importante. Tanto si el libre albedrío existe como si no, en la práctica todos los seres humanos actúan como si existiera, y se valoran unos a otros según su capacidad de hacer lo que creen que son libres elecciones morales. Si bien gran parte de la actividad humana se encamina a satisfacer necesidades naturales, una no despreciable cantidad de tiempo se gasta persiguiendo metas más evanescentes. El hombre busca no sólo la comodidad material, sino también el respeto o el reconocimiento, y cree que es digno de respeto porque posee cierto valor o dignidad. Una psicología o una ciencia política que no tomara en cuenta el deseo humano de reconocimiento y la poco frecuente pero muy profunda voluntad de actuar a veces en contra del instinto natural más poderoso, interpretaría mal algo muy importante de la conducta humana.
Para Hegel, la libertad no era tan sólo un fenómeno psicológico, sino la esencia de lo distintivamente humano. En este sentido, libertad y naturaleza son diametralmente opuestas. La libertad no significa la libertad de vivir en la naturaleza o de acuerdo con la naturaleza, sino que empieza donde termina la naturaleza. La libertad humana emerge sólo cuando el hombre puede trascender su existencia natural, animal, y crear un nuevo «uno mismo» para sí. El punto de partida emblemático de este proceso de autocreación es el combate a muerte por el prestigio.
Pero si esta lucha por el reconocimiento es el primer acto auténticamente humano, dista mucho de ser el último. El combate sangriento del «primer hombre» de Hegel es sólo el punto de partida de la dialéctica hegeliana y nos deja muy lejos de la democracia liberal moderna. El problema de la historia humana puede verse, en cierto sentido, como la búsqueda de la manera de satisfacer el deseo de reconocimiento mutuo e igual de señores y de esclavos; la historia termina con la victoria de un orden social que alcanza esta meta.
Antes de describir las otras etapas de la evolución de la dialéctica, sin embargo, será útil contrastar la interpretación hegeliana del «primer hombre» en estado de naturaleza con la de los fundadores tradicionales del liberalismo moderno, Hobbes y Locke. Mientras que los puntos de partida y llegada de Hegel son muy similares a los de esos pensadores ingleses, su concepto del hombre es radicalmente distinto y nos proporciona una manera muy diferente de ver la democracia liberal contemporánea.
[i] Hegel, The Phenomenology of Mind, trad. J. B. Baillie, Nueva York, Harper and Row, 1967, p. 233.
[ii] Kojéve (1947), p. 14.
[iii] “Negativa” en el sentido de opositiva, reactiva: no quieren algo, no ser oprimidos, no vivir con miedo.
[iv] Esto ya no es meramente negativo, porque buscan algo, quieren algo. En el ejemplo: quieren prosperidad, a la que asocian con el capitalismo.
[v] Lo que parecía ser búsqueda o deseo de prosperidad, es en realidad algo más: quieren libertad.
[vi] Fukuyama advierte que las explicaciones que se han dado desde las ciencias naturales para explicar las “revoluciones liberales” son insatisfactorias y parciales, porque reducen esos cambios a lo meramente económico, a los intereses y necesidades materiales, pero no tienen en cuenta el deseo de ser libres.
[vii] “Materialista” es lo que responde a fuerzas y relaciones materiales, es decir, naturales, como el interés o la necesidad.
[viii] Fukuyama responde aquí a las objeciones que se le hicieron desde distintas posiciones hegelianas a sus afirmaciones basadas en una interpretación de Kojéve, las que a su vez se basan en una interpretación del Hegel.
[ix] A propósito de la relación de Kojéve con el verdadero Hegel, véase Michael S. Roth, «A Problem of Recognition: Alexandre Kojéve and the End of History», History and Theory, 24:3 (1985), pp. 293-306; y Patricia Riley, «Introduction to the Reading of Alexandre Kojéve», Political Theory 9:1 (1981), pp. 5-48 [Nota de Fukuyama].
[x] Fukuyama responde aquí a las objeciones que se hacen desde el liberalismo, las que sostienen que los fundamentos de esta concepción se encuentran en Hobbes o Locke, mientras que Hegel es por lo general interpretado como un filósofo no liberal.
[xi] Esta tesis es el fundamento de la postura de Fukuyama que considera que los autores considerados básicos para el liberalismo sean insuficientes para explicar la realidad.
[xii] Para reseñas de la interpretación de Hegel que da Kojéve, acerca de la lucha por el reconocimiento, véase Roth (1988), pp. 98-99, y Smith (1989), pp. 116-117. [Nota de Fukuyama]
[xiii] Smith (1989a), p. 115, lo señala. Véase también Steven Smith, «Hegel's Critique of Liberalism», American Political Science Review, 80:1 (marzo de 1986), pp. 121-139. [Nota de Fukuyama]
[xiv] En The Lonely Crowd, New Haven, Yale University Press, 1950, David Riesman emplea la expresión «orientado hacia otros» para referirse a lo que vio como progresivo conformismo de la sociedad norteamericana de la posguerra, en contraste con «orientado hacía sí mismo» de los norteamericanos en el siglo xix. Según Hegel, ningún ser humano puede verdaderamente ser «orientado hacia sí mismo»; el hombre no Puede siquiera volverse ser humano sin interacción con otros seres humanos y sin ser reconocido por ellos. Lo que Riesman describe como «orientación hacia sí mismo» sería en realidad una forma solapada de «orientación hacia otros». Por ejemplo, la aparente seguridad de la gente profundamente religiosa se basa, de hecho, en una simple variedad de la «orientación hacia otros», ya que es el hombre mismo quien crea las normas religiosas y los objetos de su devoción. [Nota de Fukuyama]
[xv] Véase también Friedrich Nietzsche, On the genealogy of Morals, 2:16, Nueva York, Vintage Books, 1967, p. 86. [Nota de Fukuyama]
[xvi] A título de ejemplo de la falta de comprehensión contemporánea en cuanto al motivo humano que se esconde detrás del duelismo, véase Retreat from Doomsday: The Obsolescence of Major Wars, de John Mueller, Nueva York, Basic Books, 1989, pp. 9-11. [Nota de Fukuyama]
[xvii] Hobbes, Leviathan, Bobbs-Merrill, 1958, p. 170. [Nota de Fukuyama]
[xviii] Es una formulación que pertenece a Rousseau en el Contrato social: dice que «la impulsión del mero apetito es esclavitud», Oeuvres complétes, vol. 3, París, Gallimard, 1964, p. 365. El mismo Rousseau usa la palabra «libertad» en los sentidos hobbesiano y hegeliano. De un lado, en el Segundo Discurso habla del hombre en estado natural que está libre de seguir sus propios instintos naturales, tales como la necesidad de alimentos, de mujer y de descanso; del otro, lo que acabamos de citar indica su sentido de que la libertad «metafísica» exige liberarse de las pasiones y de las necesidades. Su recensión de la perfectibilidad humana es bastante semejante a la comprehensión del proceso histórico de Hegel, como uno de libre autocreación humana. [Nota de Fukuyama]
[xix] Mejor dicho, en la primera versión del Contrato social, Rousseau dice que «en la constitución del hombre, la acción del alma sobre el cuerpo es el abismo de la filosofía». Rousseau (1964), vol, 3, p. 296. [Nota de Fukuyama]

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