Antropología Filosófica

Sunday, February 26, 2006

El pensamiento de Nietzsche acerca del hombre

Mi concepto de libertad[i]

-A veces el valor de una cosa reside no en lo que con ella se alcanza, sino en lo que por ella se paga, - en lo que nos cuesta. Voy a dar un ejemplo. Las instituciones liberales dejan de ser liberales tan pronto como han sido alcanzadas: no hay luego cosa que cause perjuicios más molestos y radicales a la libertad que las instituciones liberales. Es sabido, en efecto, qué es lo que ellas llevan a cabo: socavan la voluntad de poder, son la nivelación de las montañas y valles elevada a la categoría de moral, vuelven cobardes, pequeños y ávidos de placeres a los hombres, - con ellas alcanza el triunfo siempre el animal de rebaño. Liberalismo: dicho claramente animalización gregaria. Esas mismas instituciones, mientras todavía no han sido conquistadas, producen efectos completamente distintos; entonces fomentan poderosamente de hecho la libertad. Vistas las cosas con más rigor, es la guerra la que produce esos efectos, la guerra por conquistar las instituciones liberales, la cual, por ser guerra, hace perdurar los instintos no liberales. Y la guerra educa para la libertad. Pues ¿qué es la libertad? Tener voluntad de autorresponsabilidad. Mantener la distancia que nos separa. Volverse más indiferente a la fatiga, a la dureza, a la privación, incluso a la vida. Estar dispuesto a sacrificar a la propia causa hombres, incluido uno mismo. La libertad significa que los instintos viriles, los instintos que disfrutan con la guerra y la victoria, dominen a otros instintos, por ejemplo, a los de la «felicidad». El hombre que ha llegado a ser libre, y mucho más el espíritu que ha llegado a ser libre, pisotea la despreciable especie de bienestar con que sueñan los tenderos, los cristianos, las vacas, las mujeres, los ingleses y demás demócratas. El hombre libre es un guerrero. -¿Por qué se mide la libertad, tanto en los individuos como en los pueblos? Por la resistencia que hay que superar, por el esfuerzo que cuesta permanecer arriba. El tipo supremo de hombres libres habría que buscarlo allí donde constantemente se supera la resistencia suprema: a dos pasos de la tiranía, en los umbrales del peligro de la esclavitud. Esto es psicológicamente verdadero, si por «tiranos» entendemos aquí unos instintos inexorables y terribles, que provocan contra sí el máximo de autoridad y de disciplina - el tipo más bello, Julio César -; esto es también políticamente verdadero, basta para verlo dar unos pasos por la historia. Los pueblos que valieron algo, que llegaron a valer algo, no llegaron nunca a ello bajo instituciones liberales: el gran peligro fue el que hizo de ellos algo merecedor de respeto, el peligro, que es el que nos hace conocer nuestros recursos- nuestras virtudes, nuestras armas de defensa y ataque, nuestro espíritu, -que es el que nos compele a ser fuertes... Primer axioma: hay que tener necesidad de ser fuerte: de lo contrario, jamás se llega a serlo. Aquellos grandes invernaderos para cultivar la especie fuerte, la especie más fuerte de hombre habida hasta ahora, las comunidades aristocráticas a la manera de Roma y de Venecia, concibieron la libertad exactamente en el mismo sentido en que yo concibo la palabra libertad: como algo que se tiene y no se tiene, que se quiere, que se conquista...
El origen del concepto valorativo de lo bueno[ii]

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¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en esos historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a ellos, el espíritu histórico, que han sido dejados en la estacada precisamente por todos los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de filósofos, todos ellos piensan de una manera esencialmente a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente -decretan- acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles; más tarde ese origen de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoístas, por el simple motivo de que, de acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas también como buenas como si fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta derivación contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los psicólogos ingleses, -tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al final, «el error», todo ello como base de una apreciación valorativa de la que el hombre superior había estado orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que esta teoría busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar nativo del concepto «bueno»: ¡el juicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes bien, fueron «los buenos» mismos, es decir, los nobles., los poderosos, los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¡qué les importaba a ellos la utilidad! El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor ordenadores del rango, destacadores del rango: aquí el sentimiento ha llegado precisamente a lo contrario de aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de toda prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, -y no por una vez, no en una hora de excepción, sino de modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» -éste es el origen de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por así decirlo.) A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral Antes bien, sólo cuando los juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis «egoísta» «no egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, -para servirme de mi vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra (e incluso sus palabras). Pero -aun entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales quede realmente prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual: hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoísta», «désintéressé» [desinteresado] son conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una -«idea fija» y de una enfermedad mental).
Este problema del valor de la compasión y de la moral de la compasión (-yo soy un adversario del vergonzoso reblandecimiento moderno de los sentimientos-) parece ser en un primer momento tan sólo un asunto aislado, un signo de interrogación solitario; mas a quien se detenga en esto una vez y aprenda a hacer preguntas aquí, le sucederá lo que me sucedió a mí: -se le abre una perspectiva nueva e inmensa, se apodera de él, como un vértigo, una nueva posibilidad, surgen toda suerte de desconfianzas, de suspicacias. de miedos, vacila la fe en la moral, en toda moral, -finalmente se deja oír una nueva exigencia. Enunciémosla: necesitamos una crítica de los valores morales, hay que poner alguna vez en entredicho el valor mismo de esos valores -y para esto se necesita tener conocimiento de las condiciones y circunstancias de que aquéllos surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron (la moral como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufería, como enfermedad, como malentendido; pero también la moral como causa, como medicina, como estímulo, como freno, como veneno), un conocimiento que hasta ahora ni ha existido ni tampoco se lo ha siquiera deseado. Se tomaba el valor de esos «valores» como algo dado, real y efectivo, situado más allá de toda duda; hasta ahora no se ha dudado ni vacilado lo más mínimo en considerar que el «bueno» es superior en valor a «el malvado» superior en valor en el sentido de ser favorable, útil, provechoso para el hombre como tal (incluido el futuro del hombre). ¿Qué ocurriría si la verdad fuera lo contrario? ¿Qué ocurriría si en el «bueno» hubiese también un síntoma de retroceso, y asimismo un peligro, una seducción, un veneno, un narcótico, y que por causa de esto el presente viviese tal vez a costa del futuro? ¿Viviese quizá de manera más cómoda, menos peligrosa, pero también con un estilo inferior, de modo más bajo?... ¿De tal manera que justamente la moral fuese culpable de que jamás se alcanzasen una potencialidad y una magnificencia sumas, en sí posibles, del tipo hombre? ¿De tal manera que justamente la moral fuese el peligro de los peligros?...

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-Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen corno presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados -¿por qué? Porque son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en, ellos hasta convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y lo más venenoso. Los máximos odiadores de la historia universal, también los más ricos de espíritu, han sido siempre sacerdotes -comparado con el espíritu de la venganza sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: -tomemos en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los nobles», «los violentos», «los señores», «los poderosos», merece ser mencionado si se lo compara con lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración de los valores propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, « ¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, íos ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y, condenados! ... » Se sabe quién ha recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la iniciativa monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal, pág. 118) -a saber, que con los judíos comienza en la moral la rebelión de los esclavos: esa rebelión que tiene tras sí una historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque -ha resultado vencedora...

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-¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas las cosas largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero esto es lo acontecido: del tronco de aquel -árbol de la venganza y del odio, del odio judío al odio más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que no ha tenido igual en la tierra- brotó algo igualmente incomparable, un amor nuevo, la más profunda y sublime de todas las especies de amor: -¿y de qué otro tronco habría podido brotar?... Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica negación de aquella sed de venganza, como la antitesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio, perseguía la victoria, el botín, la seducción, con el mismo afán, por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio viviente del amor, ese «redentor» que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres, a los enfermos, a los pecadores -¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e irresistible, la seducción y el desvío precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese «redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de una política verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de avance lento, precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que clavar en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico instrumento de su venganza, a fin de que «el mundo entero», es decir, todos los adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro lado, se podría -Imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un cebo más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora, corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», 1 aquella horrorosa paradoja de un «Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema crueldad y autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?... Cuando menos, es cierto que sub hoc signo [bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y su transvaloración de todos los valores sobre todos los demás ideales, sobre todos los ideales más nobles.--

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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante si dicho a si mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un «fuera», a un «otro», a un «no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la mirada que establece valores este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse hacia si- forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, -su acción es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: esta actúa y brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse sí a sí misma con mayor agradecimiento, con mayor júbilo, -su concepto negativo, lo «bajo», «vulgar», «malo», es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo, totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto « ¡nosotros los nobles, nosotros los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices! ». Cuando la manera noble de valorar se equivoca y peca contra la realidad.. esto ocurre con relación a la esfera que no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario -in effígie [en efigie], naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia, demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances [matices] casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas, azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia, hasta el punto de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar como expresiones para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase deiloz [miedoso], deilaioz [cobarde], ponhroz [vil], mocqhroz [mísero], las dos últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de carga) -y cómo, por otro lado, «malo», «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído griego con un tono único, con un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el desprecio (-a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan oixuroz [miserable], anolboz [desgraciado], tlhmwn [resignado], duztucin [fracasar, tener mala suerte], xumjra [desdicha]). Los «bien nacidos» se sentían a sí mismos cabalmente como los «felices»; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente Y, a veces, persuadirse de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros, repletos de fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la felicidad, -en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí procede el eupratein [obrar bien, ser feliz]) –todo esto muy en contraposición con la felicidad al nivel de los impotentes, de los oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «Sábado», distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí mismo (gennaioz «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: -en éstos precisamente no es la inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes.

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-Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno», el problema de lo bueno tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. -El que los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar: sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas; y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino mas bien su antítesis, un corderito, -¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a. este modo de establecer un ideal, excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se dirán: «Nosotras no estamos enfadadas en absoluto con esos buenos corderos, incluso los amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» -Exigir de la fortaleza que no sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de voluntad, de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan sólo a la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicionado por un agente, por un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no hay ningún «ser» detrás del hacer- del actuar del devenir4 «él agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer; cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo acontecimiento, lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla. Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la fuerza causa» y cosas parecidas, -nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad, de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los'«sujeto,-,» (el átomo, por ejemplo,'es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la kantiana «cosa en si»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones de la venganza y del odio aprovechen en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo, ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y el ave de rapiña, libre de ser cordero: -con ello conquistan, en efecto, para sí el derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la impotencia, « ¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es todo el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y evita todo lo malvado y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los humildes, los justos» --esto, escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no significa en realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego débiles; conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» -pero esta amarga realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada «de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante, como si la debilidad misma del débil -es decir, su esencia, su obrar, su entero, única, inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que toda mentira suele santificarse, esa especie de hombre necesita creer en el «sujeto» indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma) ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su ser-así-y-así como mérito.
De la superación de sí mismo[iii]

¿«Voluntad de verdad» llamáis vosotros, sapientísimos, a lo que os impulsa y os pone ardorosos?
Voluntad de volver pensable todo lo que existe: ¡así llamo yo a vuestra voluntad!
Ante todo queréis hacer pensable todo lo que existe: dudáis, con justificada desconfianza, de que sea ya pensable.
¡Pero debe amoldarse y plegarse a vosotros! Así lo quiere vuestra voluntad. Debe volverse liso, y someterse espíritu, como su espejo y su imagen reflejada.
Esa es toda vuestra voluntad, sapientísimos, una voluntad de poder: y ello aunque habléis del bien y del mal y de las valoraciones.
Queréis crear el mundo ante el que podáis arrodillamos: esa es vuestra última esperanza y vuestra última ebriedad.
Los no sabios, ciertamente, el pueblo - son como el río sobre el que avanza flotando una barca: y en la barca se asientan solemnes y embozadas las valoraciones.
Vuestra voluntad y vuestros valores los habéis colocado sobre el río del devenir: lo que es creído por el pueblo como bueno y corno malvado me revela a mí una vieja voluntad de poder.
Habéis sido vosotros, sapientísimos, quienes habéis colocado en esa barca a tales pasajeros y quienes les habéis dado pompa y orgullosos nombres, - ¡vosotros y vuestra voluntad dominadora!
Ahora el río lleva vuestra barca: tiene que llevarla. ¡Poco importa que la ola rota eche espuma y que colérica se oponga a la quilla!
No es el río vuestro peligro y el término de vuestro bien y vuestro mal, sapientísimos: sino aquella voluntad misma, la voluntad de poder,-la inexhausta y fecunda voluntad de vida.
Mas para que vosotros entendáis mi palabra acerca del bien y del mal: voy a deciros todavía mi palabra acerca de la vida y acerca de la especie de todo lo viviente.
Yo he seguido las huellas de lo vivo, he recorrido los caminos más grandes y los más pequeños, para conocer su especie.
Con centuplicado espejo he captado su mirada cuando tenía cerrada la boca: para que fuesen sus ojos los que me hablasen. Y sus ojos me han hablado.
Pero en todo lugar en que encontré seres vivientes oí hablar también de obediencia. Todo ser viviente es un ser obediente.
Y esto es lo segundo: Se le dan órdenes al que no sabe obedecerse a sí mismo. Así es la especie de los vivientes.
Pero esto es lo tercero que oí: Mandar es más difícil que obedecer. Y no sólo porque el que manda lleva el peso de todos los que obedecen, y ese peso fácilmente lo aplasta: -
Un ensayo y un riesgo advertí en todo mandar; y siempre que el ser vivo manda se arriesga a sí mismo al hacerlo.
Más aún, también cuando se manda a si mismo tiene que expiar su mandar. Tiene que ser juez y vengador y víctima de su propia ley
¡Cómo ocurre esto! me preguntaba. ¿Qué es lo que induce a lo viviente a obedecer y a mandar y a ejercer obediencia incluso cuando manda?
¡Escuchad, pues, mi palabra, sapientísimos! ¡Examinad seriamente si yo me he deslizado hasta el corazón de la vida y hasta las raíces de su corazón!
En todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor.
A que sirva al más fuerte, a eso persuádele al más débil su voluntad, la cual quiere ser dueña de lo que es más débil todavía: a ese solo placer no le gusta renunciar.
Y así como lo más pequeño se entrega a lo más grande, para disfrutar de placer y poder sobre lo mínimo: así también lo máximo se entrega, y por amor al poder --expone la vida.
Esta es la entrega de lo máximo, el ser temeridad y peligro y un juego de dados con la muerte.
Y donde hay inmolación y servicios y miradas de amor: allí hay también voluntad de ser señor. Por caminos tortuosos se desliza lo más débil hasta el castillo y hasta el corazón del más poderoso - y le roba poder.
Y este misterio me ha confiado la vida misma. «Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo.
En verdad, vosotros llamáis a esto voluntad de engendrar o instinto de finalidad, de algo más alto, más lejano, más vario: pero todo eso es una única cosa y un único misterio.
Prefiero hundirme en mi ocaso y renunciar a esa única cosa; y, en verdad, donde hay ocaso y caer de hojas, mira, allí la vida se inmola a sí misma - ¡por el poder!
Pues yo tengo que ser lucha y devenir y finalidad y contradicción de las finalidades: ¡ay, quien adivina mi voluntad, ése adivina sin duda también por qué caminos torcidos tengo que caminar yo!
Sea cual sea lo que yo crea, y el modo como lo ame, - pronto tengo que ser adversario de ello y de mi amor: así lo quiere mi voluntad.
Y también tú, hombre del conocimiento, eras tan sólo un sendero y una huella de mi voluntad: ¡en verdad, mi voluntad de poder camina también con los pies de tu voluntad de verdad!
No ha dado ciertamente en el blanco de la verdad quien disparó hacia ella la frase de la ‘voluntad de existir’: ¡esa voluntad --no existe!
Pues lo que no es no puede querer; mas lo que esta en la existencia, ¡cómo podría seguir queriendo la existencia!
Sólo donde hay vida hay también voluntad: pero no voluntad de vida, sino - así te lo enseño yo - ¡voluntad de poder!
Muchas cosas tiene el viviente en más alto aprecio que la vida misma; pero en el apreciar mismo habla - ¡la voluntad de poder! » -
Esto fue lo que en otro tiempo me enseño la vida: y con ello os resuelvo yo, sapientísimos, incluso el enigma de vuestro corazón.
En verdad, yo os digo: ¡Un bien y un mal que fuesen imperecederos - no existen! Por si mismos deben una y otra vez superarse a si mismos.
Con vuestros valores y vuestras palabras del bien y del mal ejercéis violencia, valoradores: y ése es vuestro oculto amor, y el brillo, el temblor y el desbordamiento de vuestra propia alma.
Pero una violencia más fuerte surge de vuestros valores, y una nueva superación: al chocar con ella se rompen el huevo y la cáscara.
Y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.
Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésta es la bondad creadora. -
Hablemos de esto, sapientísimos, aunque sea desagradable. Callar es peor; todas las verdades silenciadas se vuelven venenosas.
¡Y que caiga hecho pedazos todo lo que en nuestras verdades -pueda caer hecho pedazos! ¡Hay muchas casas que construir todavía!

Así habló Zaratustra.


Cómo el «mundo verdadero» acabó convirtiéndose en fábula[iv]

Historia de un error

1. El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso, -él vive en ese mundo, es ese mundo.
(La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, convincente. Transcripción de la tesis «yo, Platón, soy la verdad».)
2. El mundo verdadero, inasequible por ahora, pero prometido al sabio, al piadoso, al virtuoso («al pecador que hace penitencia»).
(Progreso de la Idea: ésta se vuelve más sutil, más capciosa, mas inaprensible, --se convierte en una mujer, se hace cristiana...)
3. El mundo verdadero, inasequible, indemostrable, imprometible, pero, ya en cuanto pensado, un consuelo, una obligación, un imperativo
(En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea sublimizada, nórdica, pálida, nórdica, königsberguense.)
4. El mundo verdadero -¿inasequible? En todo caso, inalcanzado. Y en cuanto inalcanzado, también desconocido. Por consiguiente tampoco consolador, redentor, obligante: ¿a qué podría obligarnos algo desconocido?...
Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.)
5. El «mundo verdadero» - una Idea que ya no sirve para nada, que ya ni siquiera obliga -una Idea que se ha vuelto inútil, superflua, por consiguiente una Idea refutada: ¡eliminémosla!
(Día claro; desayuno; retorno del bon sens [buen sentido] y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.)
6. Hemos eliminada el mundo verdadero.- ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No! , ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!
(Mediodía; instante de la sombra más corta; final del error más largo; punto culminante de la humanidad; INCIPIT ZARATHUSTRA [comienza Zaratustra].)

[i] NIETZSCHE, F.: El crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 1992.
[ii] NIETZSCHE, F.: La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1980.
[iii] NIETZSCHE, F.: Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1983.
[iv] NIETZSCHE, F.: El crepúsculo de los ídolos, Alianza Editorial, Madrid, 1992.

La alienación en el trabajo en Marx

PRIMER MANUSCRITO[i]

EL TRABAJO ENAJENADO

XXII Hemos partido de los presupuestos de la economía política. Hemos aceptado su terminología y sus leyes. Hemos presupuesto la propiedad privada, la separación del trabajo, el capital y la tierra, así como la separación de los salarios, las utilidades y la renta, la división del trabajo, la competencia, el concepto del valor de cambio, etc. Con la economía política misma, en sus propias palabras, hemos demostrado que el trabajador desciende al nivel de mercancía y de una mercancía miserable; que la miseria del trabajador aumenta con la fuerza y el volumen de su producción; que el resultado necesario de la competencia es la acumulación de capital en pocas manos y, por tanto, el restablecimiento del monopolio, en una forma terrible; y, finalmente, que la distinción entre capitalista y terrateniente y entre trabajador agrícola y trabajador industrial debe desaparecer y toda la sociedad se dividirá en las dos clases: de los propietarios y los trabajadores sin propiedad.
La economía política parte del hecho de la propiedad privada; no lo explica. Concibe el proceso material de la propiedad privada, como ocurre en la realidad, en fórmulas generales y abstractas que sirven entonces como leyes. No comprende estas leyes; es decir, no demuestra cómo surgen de la naturaleza de la propiedad privada. La economía política no aporta una explicación de la base de la distinción entre el trabajo y el capital, entre el capital y la tierra. Cuando, por ejemplo, se define la relación de salarios y utilidades, esto se explica en función de los intereses de los capitalistas; en otras palabras, lo que debe explicarse se da por supuesto.
Igualmente, en todo momento se refiere a la competencia y ésta se explica en función de las condiciones externas. La economía política no nos dice nada de la medida en que estas condiciones externas y aparentemente accidentales son, simplemente, la expresión de un desarrollo necesario. Hemos visto cómo el cambio mismo parece un hecho accidental. Las únicas fuerzas operantes que reconoce la economía política son la avaricia y la guerra entre los avaros, es decir, la competencia.
Como la economía política no entiende las interrelaciones dentro de este movimiento, fue posible oponer la doctrina de la competencia a la del monopolio, la doctrina de la libertad de oficios a la de los gremios, la doctrina de la división de la propiedad rural a la de las grandes propiedades; porque la competencia, la libertad de oficios y la división de la propiedad rural eran concebidos sólo como consecuencias accidentales provocadas deliberadamente y por la fuerza, más que como consecuencias necesarias, inevitables y naturales del monopolio, el sistema gremial y la propiedad feudal.
Ahora tenemos que determinar, pues, la conexión real entre todo este sistema de alienación -la propiedad privada, el poder adquisitivo, la separación del trabajo, el capital y la tierra, el cambio y la competencia, el valor y la devaluación del hombre, el monopolio y la competencia- y el sistema del dinero. Comencemos nuestra explicación, como lo hace el economista, a partir de una condición primaria legendaria. Esta condición primaria no explica nada; simplemente difiere la cuestión a una distancia gris y nebulosa. Afirma como hecho o acontecimiento lo que debería deducir, o sea, la relación necesaria entre dos cosas; por ejemplo, entre la división del trabajo y el cambio. Así como la teología explica el origen del mal por la caída del hombre; es decir, afirma como hecho histórico lo que debería explicar.
Partiremos de un hecho económico contemporáneo. El trabajador se vuelve más pobre medida que produce más riqueza y a medida que su producción crece en poder y en cantidad. El trabajador se convierte en una mercancía aún más barata cuantos más bienes crea. La devaluación del mundo humano aumenta en relación directa con el incremento de valor del mundo de las cosas. El trabajo no sólo crea bienes; también se produce a sí mismo y al trabajador como una mercancía y en la misma proporción en que produce bienes.
Este hecho supone simplemente que el objeto producido por el trabajo, su producto, se opone ahora a él como un ser ajeno, como un poder independiente del productor. El producto del trabajo es trabajo encarnado en el objeto y convertido en cosa física; este producto es una objetivación del trabajo. La realización del trabajo es, al mismo tiempo, su objetivación. La realización del trabajo aparece en la esfera de la economía política como una invalidación del trabajador, la objetivación como una pérdida y como servidumbre al objeto y la apropiación como alienación.
La realización del trabajo se manifiesta hasta tal punto como invalidación que el trabajador es invalidado hasta morir de hambre. La objetivación constituye en tal medida una pérdida del objeto que el trabajador se ve privado de las cosas más esenciales, no sólo de la vida sino también del trabajo. El trabajo mismo se convierte en un objeto que puede adquirir sólo mediante el mayor esfuerzo y con interrupciones imprevisibles. La apropiación del objeto se manifiesta hasta tal punto como alienación que cuanto mayor sea el número de objetos que produzca el trabajador menos puede poseer y más cae bajo el dominio de su producto, del capital.
Todas estas consecuencias se originan en el hecho de que el trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como un objeto ajeno. Porque es evidente, sobre este presupuesto, que cuanto más se gasta el trabajador en su trabajo más poderoso se vuelve el mundo de los objetos que crea frente a sí mismo, más pobre se vuelve en su vida interior y menos se pertenece a sí mismo. Sucede lo mismo que con la religión. Cuanto más de sí mismo atribuya el hombre a Dios, menos le queda para sí. El trabajador pone su vida en el objeto y su vida no le pertenece ya a él sino al objeto. Cuanto mayor sea su actividad, pues, menos poseerá. Lo que se incorpora al producto de su trabajo no es ya suyo. Cuanto más grande sea este producto, pues, más se disminuye él. La alienación del trabajador en su producto no sólo significa que su trabajo se convierte en un objeto, asume una existencia externa, sino que existe independientemente, fuera de él mismo y ajeno a él y que se opone a él como un poder autónomo. La vida que él ha dado al objeto se le opone como una fuerza ajena y hostil.
[XXIII] Examinemos ahora más de cerca el fenómeno de la objetivación, la producción del trabajador y la alienación y pérdida del objeto que produce, que está implícita. El trabajador no puede crear nada sin la naturaleza, sin el mundo sensorial externo. Éste es el material en el que se realiza su trabajo, en el que actúa, del cual y a través del cual produce cosas.
Pero así como la naturaleza ofrece los medios de existencia del trabajo en el sentido de que el trabajo no puede vivir sin objetos sobre los cuales pueda ejercerse, ofrece los medios de existencia en un sentido más estrecho; es decir, los medios de existencia física para el trabajador mismo. Así, cuanto más se apropie el trabajador del mundo externo de la naturaleza sensorial mediante su trabajo, más se priva de los medios, de existencia, en dos aspectos: primero, porque el mundo sensorial se convierte cada vez menos en objeto perteneciente a su trabajo o en medio de existencia de su trabajo, y, segundo, porque se convierte cada vez menos en medio de existencia en un sentido directo, en medio para la subsistencia física del trabajador.
En ambos aspectos, pues, el trabajador se convierte en esclavo del objeto; primero, en tanto que recibe un objeto de trabajo, es decir, recibe trabajo y, segundo, en tanto que recibe medios de subsistencia. Así, el objeto le permite existir, primero como trabajador y después como sujeto físico. La culminación de esta esclavitud es que sólo puede mantenerse como sujeto físico en tanto sea trabajador y que sólo como sujeto físico es un trabajador.
(La alienación del trabajador en su objeto se expresa de acuerdo con las leyes de la economía política: cuanto más produce el trabajador menos tiene para consumir; cuanto más valor crea más se desvaloriza él mismo; cuanto más refinado es su producto más vulgar y desgraciado es el trabajador; cuanto más civilizado es el producto más bárbaro es el trabajador; cuanto más poderosa es la obra más débil es el trabajador; cuanta mayor inteligencia manifieste su obra más declina en inteligencia el trabajador y se convierte en esclavo de la naturaleza.)
La economía política oculta la alienación en la naturaleza del trabajo en tanto que no examina la relación directa entre el trabajador (trabajo) y la producción. El trabajo produce, ciertamente, maravillas para los ricos, pero produce privaciones para el trabajador. Produce palacios, pero también cabañas para el trabajador. Produce belleza, pero deformidad para el trabajador. Sustituye al trabajo por la maquinaria, pero desplaza a algunos trabajadores hacia un tipo bárbaro de trabajo y convierte a los demás en máquinas. Produce inteligencia, pero también estupidez y cretinismo para los trabajadores.
La relación directa del trabajo con sus productos es la relación del trabajador con los objetos de su producción. La relación de los propietarios con los objetos de producción y la producción misma es meramente una consecuencia de esta primera relación y la confirma. Consideraremos más adelante este segundo aspecto.
Hasta ahora hemos considerado la alienación del trabajador, sólo en un aspecto, es decir, en su relación con los productos de su trabajo. Sin embargo, la alienación no sólo aparece en el resultado, sino también en el proceso de producción, dentro de la actividad productiva misma. ¿Cómo podría encontrarse el trabajador en una relación enajenada con el producto de su actividad si no se enajenara en el acto de la producción misma? El producto es, en realidad, sólo el resumen de la actividad, de la producción. En consecuencia, si el producto del trabajo es la alienación, la producción misma debe ser alienación activa: la alienación de la actividad y la actividad de la alienación. La alienación del objeto de trabajo simplemente resume la alienación en la actividad misma del trabajo. Pero, ¿qué constituye la alienación del trabajo? Primero, que el trabajo es externo al trabajador, que no es parte de su naturaleza; y que, en consecuencia, no se realiza en su trabajo sino que se niega, experimenta una sensación de malestar más que de bienestar, no desarrolla libremente sus energías sino que se encuentra físicamente exhausto y mentalmente abatido. El trabajador sólo se siente a sus anchas, pues, en sus horas de ocio, mientras que en el trabajo se siente incómodo. Su trabajo no es voluntario sino impuesto, es un trabajo forzado. No es la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer otras necesidades. Su carácter ajeno se demuestra claramente en el hecho de que, tan pronto como no hay una obligación física o de otra especie es evitado como la plaga. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo que implica sacrificio y mortificación. Por último, el carácter externo del trabajo para el trabajador se demuestra en el hecho de que no es su propio trabajo sino trabajo para otro, que en el trabajo no se pertenece a sí mismo sino a otra persona.
Así como en la religión la actividad espontánea de la fantasía humana, del cerebro y el corazón del hombre, reacciona independientemente como actividad ajena de dioses y diablos sobre el individuo, la actividad del trabajador no es su propia actividad espontánea. Es la actividad de otro y una pérdida de su propia espontaneidad.
Llegamos al resultado de que el hombre (el trabajador) se siente libremente activo sólo en sus funciones animales -comer, beber y procrear o, cuando más, en su vivienda y en el adorno personal- mientras que en sus funciones humanas se ve reducido a la condición animal. Lo animal se vuelve humano y lo humano se vuelve animal.
Comer, beber y procrear son también, por supuesto, funciones humanas genuinas. Pero consideradas en abstracto, aparte del medio de las demás actividades humanas y convertidas en fines definitivos y únicos, son funciones animales.
Hemos considerado ahora el acto de la alienación de la actividad humana práctica, el trabajo, desde dos aspectos: 1) la relación del trabajador con el producto del trabajo como objeto ajeno que lo domina. Esta relación es, al mismo tiempo, la relación con el mundo sensorial externo, con los objetos naturales, como mundo ajeno y hostil; 2) la relación del trabajo con el acto de producción dentro del trabajo. Ésta es la relación del trabajador con su propia actividad como algo ajeno y que no le pertenece, la actividad como sufrimiento (pasividad), la fuerza como debilidad, la creación como castración, la energía personal física y mental del trabajador, su vida personal (¿qué es la vida sino actividad?) como una actividad dirigida contra él mismo, independiente de él y que no le pertenece. Es la auto-alienación frente a la antes mencionada alienación de la cosa.
[XXIV] Tenemos que inferir ahora una tercera característica del trabajo alienado, partiendo de las dos que hemos considerado.
El hombre es "ser genérico”[ii], no sólo en el sentido de que constituye la comunidad (la suya propia y la de otras cosas) su objeto práctica y teóricamente, sino también (y esto es simplemente otra expresión de la misma cosa) en el sentido de que se considera como la especie actual, viva, como un ser universal y en consecuencia libre.
La vida de la especie, para el hombre como para los animales, tiene su base física en el hecho de que el hombre (como los animales) vive de la naturaleza inorgánica y como el hombre es más universal que un animal, el campo de la naturaleza inorgánica de la que vive es más universal. Las plantas, los animales, los minerales, el aire, la luz, etc., constituyen, en el aspecto teórico, una parte de la conciencia humana como objetos de la ciencia natural y del arte; son la naturaleza inorgánica espiritual del hombre, su medio intelectual de vida, que debe preparar primero para gozarlo y perpetuarlo. Así también, en el aspecto práctico forman parte de la vida y la actividad humanas. En la práctica, el hombre vive sólo de estos productos naturales, ya sea en forma de alimentos, calor, vestido, vivienda, etcétera. La universalidad del hombre aparece en la práctica en la universalidad que constituye toda la naturaleza en su cuerpo inorgánico: 1) como medio directo de vida; e, igualmente, 2) como el objeto material y el instrumento de su actividad. La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre; es decir, la naturaleza excluyendo al cuerpo humano mismo. Decir que el hombre vive de la naturaleza significa que la naturaleza es su cuerpo con el cual debe permanecer en continuo intercambio para no morir. La afirmación de que la vida física y mental del hombre y la naturaleza son interdependientes significa simplemente que la naturaleza es interdependiente consigo misma, puesto que el hombre es parte de la naturaleza.
[...] 4) Una consecuencia directa de la alienación del hombre del producto de su trabajo, de su actividad vital y de su vida como especie es que el hombre se enajena de los demás hombres. Cuando el hombre se confronta a sí mismo, también confronta a otros hombres. Lo que es cierto de la relación del hombre con su trabajo, con el producto de su trabajo y consigo mismo también lo es de su relación ton los demás hombres, con el trabajo de éstos y con los objetos de su trabajo.
En general, la afirmación de que el hombre se aliena de su vida como especie significa que cada hombre está alienado en relación con los otros y que cada uno de los otros está, a su vez alienado de la vida humana.
La alienación humana y, sobre todo, la relación del hombre consigo mismo, se realiza y se expresa primero en la relación entre cada hombre y los demás hombres. Así, en la relación del trabajo enajenado cada hombre considera a los demás hombres según las normas y las relaciones en las que se encuentra colocado como trabajador.
[i] Marx, K.: Manuscritos económico-filosóficos, en Fromm, E.: Marx y su concepto del hombre, México, F.C.E., 1971.
[ii] El término "ser genérico" está tomado de Das Wesen des Christemtums de Feuerbach. Feuerbach utilizaba esta noción al establecer una distinción entre la conciencia en el hombre y en los animales. El hombre tiene conciencia no sólo de sí mismo como individuo sino de la especie humana o “esencia humana".

La concepción hegeliana del hombre

FRANCIS FUKUYAMA

EL FIN
DE LA HISTORIA
Y EL
ULTIMO HOMBRE

PLANETA-AGOSTINI
1994

PARTE III
La lucha por el reconocimiento

13. AL COMIENZO, EL COMBATE A MUERTE
POR EL PRESTIGIO

Y es solamente arriesgando la vida que se consigue la libertad; sólo así se prueba y demuestra que la naturaleza esencial de la conciencia de sí mismo no es la simple existencia, no es meramente la forma inmediata con la cual al principio hace su aparición... Al individuo que no se ha jugado la vida, se le puede, sin duda, reconocer como una persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como una conciencia independiente de sí mismo.
G.W. F. HEGEL, La fenomenología del espíritu[i]


Todo deseo humano, antropogenético -el deseo que genera la conciencia de sí mismo, la realidad humana-, es, finalmente, una función del deseo de «reconocimiento». Y el riesgo de la vida por el cual la realidad humana «sale a la luz» es un riesgo que se toma por causa de este deseo. Por consiguiente, hablar del «origen» de la conciencia de sí mismo es necesariamente hablar de un combate a muerte por el «reconocimiento».
ALEXANDRE KOJEVE, Introducción a la lectura de Hegel[ii]


¿Qué es lo que se juegan los pueblos del mundo, desde España y Argentina hasta Hungría y Polonia, cuando se deshacen de una dictadura y establecen una democracia liberal? En cierta medida, la respuesta es puramente negativa[iii], basada en los errores e injusticias del orden político precedente: quieren verse libres de los odiados coroneles o jefes de partido que los oprimían, vivir sin miedo a las detenciones arbitrarias. Los que habitan en la Europa del Este y en la Unión Soviética piensan o esperan que van a obtener la prosperidad capitalista[iv], puesto que en el espíritu de muchos democracia y capitalismo están estrechamente entrelazados. Pero, como hemos visito, es perfectamente posible tener prosperidad sin libertad, como España, Corea del Sur o Taiwán lo consiguieron con gobiernos autocráticos. Y, sin embargo, en cada uno de esos países la prosperidad no bastaba[v]. Cualquier tentativa de describir el impulso humano fundamental que motivó las revoluciones liberales del final del siglo xx o, de hecho, de cualquier revolución liberal desde las de América y Francia en el siglo XVIII, como un impulso meramente económico, sería radicalmente incompleto. El mecanismo creado por la ciencia natural moderna es una explicación parcial y en fin de cuentas insatisfactoria del proceso histórico[vi]. Los gobiernos libres ejercen una atracción positiva por sí mismos. Cuando los presidentes de Estados Unidos o de Francia elogian la libertad y la democracia, lo hacen tomándolas como cosas buenas por sí mismas, y este elogio parece despertar ecos en la gente de todo el mundo.
Para comprender esta resonancia, hemos de volver a Hegel, el filósofo que primero respondió al llamamiento de Kant y escribió una historia universal que sigue siendo, en muchos aspectos, la más sólida de todas. Interpretado por Alexandre Kojéve, Hegel nos proporciona un «mecanismo» alternativo para entender el proceso histórico, un mecanismo basado en la «lucha por el reconocimiento». Aunque no necesitamos abandonar nuestra interpretación económica de la historia, el «reconocimiento» nos permite recobrar una dialéctica histórica totalmente no materialista[vii], que es mucho más rica, en su comprensión de las motivaciones humanas, que la versión marxista o la tradición sociológica derivada de Marx.
Puede discutirse legítimamente si la interpretación de Hegel por Kojéve que presentamos aquí es realmente Hegel tal como él mismo se comprendía, o si contiene una mezcla de ideas que son propiamente «kojévianas»[viii]. Kojéve toma ciertos elementos de las enseñanzas de Hegel, como la lucha por el reconocimiento y el fin de la historia, y los convierte en el eje de esa enseñanza de una manera que Hegel pudo no haber hecho. Aunque descubrir al Hegel original es una tarea importante, para los fines de la presente discusión no nos interesa Hegel per se, sino Hegel interpretado por Kojéve, o tal vez un nuevo filósofo sintético llamado Hegel-Kojéve. En las referencias que se hagan a Hegel en realidad nos referiremos a Hegel-Kojéve, y nos interesarán más las ideas mismas que los filósofos que originalmente las articularon[ix].
Puede pensarse que para descubrir el sentido real del liberalismo haya que retroceder en el tiempo al pensamiento de los filósofos que fueron la fuente original del liberalismo[x]: Hobbes y Locke. Las sociedades liberales más viejas y duraderas -las de la tradición anglosajona, como Inglaterra, Estados Unidos y Canadá-, se han interpretado a sí mismas, típicamente, en términos lockeanos. Volveremos, cierto, a Hobbes y Locke, pero Hegel nos interesa particularmente por dos razones. En primer lugar nos proporciona una comprensión del liberalismo más noble que la de Hobbes y Locke. Prácticamente contemporánea con la enunciación del liberalismo lockeano ha habido una inquietud persistente con la sociedad que produjo y con el producto prototípico de esa sociedad, el burgués (bourgeois). Puede seguirse la pista de esta inquietud, en fin de cuentas, hasta un único hecho moral, el de que el burgués se preocupa primariamente de su propio bienestar material y no posee espíritu público ni virtudes, ni se dedica a la comunidad que lo rodea. En suma, el burgués es egoísta, y el egoísmo del individuo privado ha estado en el meollo de las críticas de la sociedad liberal tanto por parte de la izquierda marxista como de la derecha aristocrática. Hegel, en contraste con Hobbes y Locke, nos proporciona una comprensión de la sociedad liberal basada en la parte no egoísta de la personalidad humana[xi], y trata de proteger esta parte como la esencia de las concepciones políticas modernas. Si lo ha conseguido, queda por ver; esto, justamente, será el tema de la parte última del presente libro.
La segunda razón para volver a Hegel es que su concepción de la historia como una «lucha por el reconocimiento» es un modo muy útil e iluminador de ver el mundo contemporáneo. Nosotros, los habitantes de las democracias liberales, estamos tan acostumbrados a interpretaciones de los acontecimientos que reducen sus motivaciones a causas económicas, somos tan enteramente burgueses en nuestras percepciones, que a menudo nos sor-prende descubrir cuán totalmente no económica es la vida política. En realidad no tenemos siquiera un vocabulario corriente para hablar del lado orgulloso y afirmativo de la naturaleza humana que es responsable de llevarnos a las mayoría de las guerras y los conflictos políticos. La «lucha por el reconocimiento» es un concepto tan viejo como la filosofía política y se refiere a un fenómeno coetáneo de la propia vida política. Si hoy nos parece un término algo extraño y nada familiar, es sólo debido a la «economización» de nuestro modo de pensar acaecida en los últimos cuatro siglos. Sin embargo, la «lucha por el reconocimiento» es evidente a nuestro alrededor y subraya los movimientos contemporáneos por los derechos liberales, ya sea en la Unión Soviética, Europa del Este, África del Sur o América latina, ya sea en los propios Estados Unidos.
Para descubrir el significado de la «lucha por el reconocimiento» es preciso comprender el concepto del hombre o de la naturaleza humana propio de Hegel[xii]. Los teóricos políticos que precedieron a Hegel presentaban la naturaleza humana como un retrato del «primer hombre», es decir, el hombre en «estado de naturaleza». Hobbes, Locke y Rousseau nunca se propusieron que el estado de naturaleza se entendiera como una interpretación empírica o histórica del hombre primitivo, sino más bien como una especie de experimento mental para apartar los aspectos de la personalidad humana que eran simplemente producto de las convenciones como, por ejemplo, el hecho de ser italiano, noble o budista-, y descubrir -así las características comunes al hombre como hombre.
Hegel negaba tener una doctrina sobre el estado de naturaleza y habría rechazado el concepto de naturaleza humana, permanente y sin cambios. El hombre, para él, era libre y no determinado, y por tanto capaz de crear su propia naturaleza en el curso del tiempo histórico. Sin embargo, este proceso de autocreación tenía un punto de partida que equivalía, a todos los fines útiles, a un estado de naturaleza[xiii]. Hegel, en la Fenomenología del espíritu, describe un «primer hombre» primitivo que vive en los comienzos de la historia cuya función filosófica no podía distinguirse de la del «hombre en estado de naturaleza» de Hobbes, Locke y Rousseau. Es decir, este «primer hombre» era un prototipo de ser humano, que poseía los atributos humanos fundamentales existentes antes de la creación de la sociedad civil y del proceso histórico.
El «primer hombre» de Hegel comparte con los animales ciertos deseos naturales básicos, como el deseo de alimentos, sueño, cobijo, y, por encima de todo, de conservación de la propia vida. Es, hasta ahí, parte del mundo físico o natural. Pero el «primer hombre» de Hegel es radicalmente distinto de los animales en el hecho de que desea no sólo objetos reales, «positivos» -un bistec, un abrigo de pieles con que calentarse, un refugio en que vivir-, sino también objetos que no son materiales. Por encima de todo, desea el deseo de otros hombres, es decir, que otros lo deseen o lo reconozcan Para Hegel, un individuo no puede tener conciencia de sí mismo, es decir, darse cuenta de que existe como un ser humano separado, si no lo reconocemos otros seres humanos. El hombre, en otras palabras, fue desde el principio un ser social; su sentido del valor de sí mismo y de identidad se halla íntimamente conectado con el valor que le atribuyen otras personas. Está, según la frase de David Riesman, fundamentalmente «dirigido hacia los otros».[xiv] Cierto que los animales muestran una conducta social, pero se trata de una conducta instintiva y basada en la satisfacción mutua de necesidades naturales. Un delfín o un simio desean un pez o un plátano y no el deseo de otro delfín u otro simio. Como explica Kojéve, sólo el hombre puede desear «un objeto perfectamente inútil desde el punto de vista biológico (como una condecoración o la bandera del enemigo)»; desea esos objetos no por sí mismos, sino porque los desean otros seres humanos.
Pero el «primer hombre» de Hegel difiere de los animales de una segunda manera mucho más fundamental. Este hombre desea no sólo que lo reconozcan otros hombres, sino que lo reconozcan como hombre. Y lo que constituye la identidad del hombre como hombre, la característica fundamental y exclusivamente humana, es la capacidad del hombre para arriesgar su vida. Así, los encuentros del «primer hombre» con otros hombres conducen a una lucha violenta en la cual cada contendiente trata de hacer que el otro lo «reconozca», arriesgando para ello su propia vida. El hombre es un animal fundamentalmente social, dirigido hacia el otro, pero su sociabilidad no lo lleva hacia una pacífica sociedad civil, sino a una lucha violenta, hasta la muerte, por el simple prestigio. Este «sangriento combate» puede tener uno de tres resultados. Puede llevar a la muerte de ambos combatientes, en cuyo caso termina la vida misma, humana y natural. Puede llevar a la muerte de uno de los contendientes, en cuyo caso el superviviente queda insatisfecho, porque ya no hay otra conciencia humana que pueda reconocerlo. O, finalmente, el combate puede terminar en una relación de señor y siervo, en la cual uno de los contendientes decide someterse a una vida de esclavitud con preferencia a arriesgarse a la muerte violenta. El señor queda entonces satisfecho, porque ha arriesgado su vida y ha recibido el reconocimiento por parte de otro ser humano de haberlo hecho así. El encuentro inicial entre «primeros hombres» en el estado de naturaleza de Hegel es tan violento como el estado de naturaleza de Hobbes o el estado de guerra de Locke, pero no conduce a un contrato social u otra forma de sociedad civil pacífica, sino a una relación altamente desigual de señorío y servidumbre[xv].
Para Hegel, como para Marx, la sociedad primitiva estaba dividida en clases sociales. Pero, a diferencia de Marx, Hegel creía que las más importantes diferencias de clase no se basaban en las funciones económicas, como la de ser propietario de tierras o campesino, sino en la actitud respecto a la muerte violenta. La sociedad se dividía en señores, que estaban dispuestos a arriesgar la vida, y esclavos o siervos, que no lo estaban. La concepción hegeliana de la primitiva estratificación en clases es probablemente más acertada, históricamente, que la de Marx. Muchas aristocracias tradicionales surgieron, inicialmente, del «ethos del guerrero» de las tribus nómadas que dominaron a pueblos más sedentarios gracias a su mayor implacabilidad, crueldad y valentía. Después de la victoria inicial, los señores, en las generaciones siguientes, se instalaron en haciendas y asumieron una relación económica, como los terratenientes que exigían el pago de impuestos o tributos a la vasta masa de campesinos «esclavos» sobre los que reinaban. Pero el ethos del guerrero -el sentido de superioridad innata basada en la disposición a arriesgar la vida- siguió siendo el centro esencial de la cultura de las sociedades aristocráticas en todo el mundo, mucho después de que largos años de paz y ocio permitieron a esos mismos aristócratas degenerar en cortesanos afeminados y mimados.
Gran parte de esta interpretación hegeliana del hombre primigenio sonará extrañamente a los oídos modernos, en especial su identificación con la voluntad de arriesgar la vida en combate por el puro prestigio como el rasgo humano más fundamental. Pues, ¿no es la voluntad de arriesgar la vida simplemente una costumbre social primitiva que ha desaparecido del mundo hace mucho, como han desaparecido el duelo y los asesinatos por venganza?[xvi] En nuestro mundo todavía hay personas que van por ahí arriesgando la vida en sangrientos combates por un nombre, una bandera, o un pedazo de tela, pero suelen pertenecer a bandas con nombres extravagantes y se ganan la vida vendiendo drogas o bien viven en países como Afganistán. ¿En qué sentido se puede decir que un hombre que está dispuesto a matar o a que lo maten por algo de valor puramente simbólico puede considerarse más profundamente humano que alguien que, con mayor sensatez, rehuye un desafío y somete sus demandas a un arbitraje pacífico o a los tribunales?
La importancia de la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio sólo puede entenderse si consideramos más profundamente la concepción hegeliana del significado de la libertad humana. En la tradición anglosajona liberal, que nos es familiar, hay una interpretación de sentido común de la libertad como la simple ausencia de restricciones. Así, según Hobbes, «libertad significa propiamente la ausencia de oposición -por oposición entiendo los obstáculos externos al movimiento-, y puede aplicarse lo mismo a las criaturas irracionales o inanimadas que a las racionales»[xvii]. De acuerdo con esta definición, una roca rodando por una ladera y un oso hambriento vagando por los bosques podría decirse que son «libres». Pero, de hecho, sabemos que el rodar de una roca está determinado por la gravedad y por la inclinación de la ladera, del mismo modo que la conducta del oso está determinada por la compleja interacción de una serie de deseos naturales, instintos y necesidades. Un oso hambriento vagando por el bosque es «libre» sólo en un sentido formal. No tiene otra elección que responder a su hambre y a sus instintos. Los osos no hacen huelgas de hambre en defensa de más altas causas. Las conductas de la roca y del oso están determinadas por su naturaleza física y por el medio natural que los rodea. En este sentido son como máquinas programadas para funcionar de acuerdo con ciertas reglas, de las cuales, en última instancia, las leyes de la física son las fundamentales.
La gran obra política de Hobbes, Leviatán, empieza con la descripción del hombre como una complicada máquina de este tipo. Divide la naturaleza humana en una serie de pasiones básicas, como la alegría, el miedo, el dolor, la esperanza, la indignación y la ambición, que cree que bastan, en diferentes combinaciones, para determinar y explicar toda la conducta humana. Así, Hobbes, en fin de cuentas, no cree que el hombre sea libre en el sentido de que posea la capacidad para las decisiones morales. Puede ser más o menos racional en su conducta, pero la racionalidad sirve simplemente fines como la conservación de sí mismo, que son dados por la naturaleza. Y la naturaleza, a su vez, puede explicarse plenamente por las leyes de la materia en movimiento, leyes que habían sido expuestas poco antes por Isaac Newton.
Hegel, en cambio, empieza con una concepción completamente diferente del hombre. No sólo el hombre no está determinado por su naturaleza física, o animal, sino que su misma humanidad consiste en su capacidad de superar o negar esta naturaleza animal. Es libre no sólo en el sentido formal de Hobbes, de no verse restringido, sino libre en el sentido metafísico de ser radicalmente no determinado por la naturaleza. Ésta incluye su propia naturaleza, su ambiente natural y las leyes naturales. Es, en suma, capaz de verdaderas decisiones morales, o sea, de elegir entre dos cursos de acción, no simplemente a base de la mayor utilidad de uno o de otro, no como resultado de la victoria de un conjunto de pasiones e instintos sobre otro, sino gracias a una libertad inherente de hacer y seguir sus propias reglas. Y la dignidad específica del hombre reside no en una capacidad superior de calcular, que lo hace una máquina más inteligente que los animales inferiores, sino precisamente en su capacidad de libre elección moral.
Pero ¿cómo sabemos que el hombre es libre en este sentido más profundo? Ciertamente, muchos ejemplos de elección humana son, de hecho, meros cálculos en interés propio, que no sirven más que para la satisfacción de los deseos o pasiones humanos. Por ejemplo, uno puede abstenerse de robar una manzana del huerto del vecino, no por razones morales sino por temor a que la represalia sea más severa que su hambre, o porque sabe que su vecino saldrá pronto de viaje y que entonces podrá tomar cuantas manzanas quiera y sin riesgo. Que pueda calcular de este modo no lo hace menos determinado por sus instintos naturales -en este caso el hambre- que lo es un animal que simplemente agarra la manzana.
Hegel no niega que el hombre tiene un aspecto animal y una naturaleza finita y determinada; ha de comer y dormir. Pero puede demostrarse que es también capaz de actuar de maneras que contravienen totalmente sus instintos naturales, y los contravienen no por satisfacer un instinto más alto o más poderoso, sino, en cierto modo, por el simple deseo de contravenirlos. Es por esto que la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio tiene un papel tan importante en la interpretación hegeliana de la historia. Al arriesgar la vida, el hombre prueba que puede actuar en contra de su instinto más poderoso y fundamental, el de conservar la vida. Como dice Kojeve, el deseo humano del hombre ha de vencer a su deseo animal de conservación.
Y es por esto que es importante que el combate del comienzo de la cultura sea sólo por el prestigio, o una menudencia aparente como una medalla o una bandera que significan el reconocimiento. La razón por la que combato es para conseguir que otro ser humano reconozca el hecho de que estoy dispuesto a arriesgar la vida y que, por tanto, soy libre y auténticamente humano. Si el sangriento combate se librara con algún propósito (o como diríamos nosotros, burgueses modernos, educados por Hobbes y Locke, con un propósito «racional»), como la protección de la familia o la adquisición de las tierras o los bienes de nuestro adversario, entonces el combate sería simplemente por la satisfacción de alguna necesidad animal. De hecho, muchos animales inferiores son capaces de arriesgar su vida en combate por, digamos, proteger a sus crías o marcar un territorio por el cual vagar. En cada caso, esta conducta está determinada por el instinto y existe con el propósito de asegurar la supervivencia de la especie. Sólo el hombre es capaz de librar un sangriento combate con el único propósito de demostrar que desprecia su propia vida, que es algo más que una máquina complicada o un «esclavo de sus pasiones»[xviii], en suma, que posee una dignidad específicamente humana porque es libre.
Puede objetarse que una conducta «contrainstintiva» como la voluntad de arriesgar la vida en un combate por el prestigio está sencillamente determinada por un instinto más profundo y atávico, del cual Hegel no se dio cuenta. La biología moderna, en efecto, sugiere que los animales, lo mismo que los hombres, libran combates por el prestigio, aunque nadie afirmaría que los animales son agentes morales. Si tomamos en serio las enseñanzas de la ciencia natural moderna, el reino del hombre está enteramente subordinado al reino de la naturaleza y está igualmente determinado por las leyes de la naturaleza. Toda conducta humana puede explicarse, en última instancia, por lo subhumano, por la psicología y la antropología, que a su vez descansan en la biología y la química, y finalmente en el funcionamiento de las fuerzas fundamentales de la naturaleza. Hegel y su predecesor Kant se daban cuenta de la amenaza que los fundamentos materialistas de la ciencia natural moderna constituían para la posibilidad de libre elección humana. El propósito final de la Crítica de la razón pura de Kant consistía en amurallar una «isla» en medio del mar de la causalidad mecánica natural, que permitiera coexistir con la física moderna, en un sentido rigurosamente filosófico, una verdadera elección libre, moral. Hegel aceptaba la existencia de esta «isla», una isla, de hecho, más amplia de la que Kant concibiera. Ambos filósofos creían que en ciertos aspectos los seres humanos estaban literalmente libres de la sujeción a las leyes de la física. Esto no equivalía a decir que los seres humanos pudieran moverse más rápidamente que la luz o rechazar la ley de la gravedad, sino más bien que los fenómenos morales no podían reducirse simplemente a la mecánica de la materia en movimiento.
Está fuera de nuestra actual capacidad o intención analizar lo adecuado de la «isla» creada por el idealismo alemán; la cuestión metafísica de la posibilidad de la libre elección humana es, como dijo Rousseau, «el abismo de la filosofía»[xix]. Pero si de momento echamos a un lado esta torturada cuestión, podemos notar que, como fenómeno psicológico, la insistencia de Hegel en la magnitud del riesgo de muerte señala algo muy real e importante. Tanto si el libre albedrío existe como si no, en la práctica todos los seres humanos actúan como si existiera, y se valoran unos a otros según su capacidad de hacer lo que creen que son libres elecciones morales. Si bien gran parte de la actividad humana se encamina a satisfacer necesidades naturales, una no despreciable cantidad de tiempo se gasta persiguiendo metas más evanescentes. El hombre busca no sólo la comodidad material, sino también el respeto o el reconocimiento, y cree que es digno de respeto porque posee cierto valor o dignidad. Una psicología o una ciencia política que no tomara en cuenta el deseo humano de reconocimiento y la poco frecuente pero muy profunda voluntad de actuar a veces en contra del instinto natural más poderoso, interpretaría mal algo muy importante de la conducta humana.
Para Hegel, la libertad no era tan sólo un fenómeno psicológico, sino la esencia de lo distintivamente humano. En este sentido, libertad y naturaleza son diametralmente opuestas. La libertad no significa la libertad de vivir en la naturaleza o de acuerdo con la naturaleza, sino que empieza donde termina la naturaleza. La libertad humana emerge sólo cuando el hombre puede trascender su existencia natural, animal, y crear un nuevo «uno mismo» para sí. El punto de partida emblemático de este proceso de autocreación es el combate a muerte por el prestigio.
Pero si esta lucha por el reconocimiento es el primer acto auténticamente humano, dista mucho de ser el último. El combate sangriento del «primer hombre» de Hegel es sólo el punto de partida de la dialéctica hegeliana y nos deja muy lejos de la democracia liberal moderna. El problema de la historia humana puede verse, en cierto sentido, como la búsqueda de la manera de satisfacer el deseo de reconocimiento mutuo e igual de señores y de esclavos; la historia termina con la victoria de un orden social que alcanza esta meta.
Antes de describir las otras etapas de la evolución de la dialéctica, sin embargo, será útil contrastar la interpretación hegeliana del «primer hombre» en estado de naturaleza con la de los fundadores tradicionales del liberalismo moderno, Hobbes y Locke. Mientras que los puntos de partida y llegada de Hegel son muy similares a los de esos pensadores ingleses, su concepto del hombre es radicalmente distinto y nos proporciona una manera muy diferente de ver la democracia liberal contemporánea.
[i] Hegel, The Phenomenology of Mind, trad. J. B. Baillie, Nueva York, Harper and Row, 1967, p. 233.
[ii] Kojéve (1947), p. 14.
[iii] “Negativa” en el sentido de opositiva, reactiva: no quieren algo, no ser oprimidos, no vivir con miedo.
[iv] Esto ya no es meramente negativo, porque buscan algo, quieren algo. En el ejemplo: quieren prosperidad, a la que asocian con el capitalismo.
[v] Lo que parecía ser búsqueda o deseo de prosperidad, es en realidad algo más: quieren libertad.
[vi] Fukuyama advierte que las explicaciones que se han dado desde las ciencias naturales para explicar las “revoluciones liberales” son insatisfactorias y parciales, porque reducen esos cambios a lo meramente económico, a los intereses y necesidades materiales, pero no tienen en cuenta el deseo de ser libres.
[vii] “Materialista” es lo que responde a fuerzas y relaciones materiales, es decir, naturales, como el interés o la necesidad.
[viii] Fukuyama responde aquí a las objeciones que se le hicieron desde distintas posiciones hegelianas a sus afirmaciones basadas en una interpretación de Kojéve, las que a su vez se basan en una interpretación del Hegel.
[ix] A propósito de la relación de Kojéve con el verdadero Hegel, véase Michael S. Roth, «A Problem of Recognition: Alexandre Kojéve and the End of History», History and Theory, 24:3 (1985), pp. 293-306; y Patricia Riley, «Introduction to the Reading of Alexandre Kojéve», Political Theory 9:1 (1981), pp. 5-48 [Nota de Fukuyama].
[x] Fukuyama responde aquí a las objeciones que se hacen desde el liberalismo, las que sostienen que los fundamentos de esta concepción se encuentran en Hobbes o Locke, mientras que Hegel es por lo general interpretado como un filósofo no liberal.
[xi] Esta tesis es el fundamento de la postura de Fukuyama que considera que los autores considerados básicos para el liberalismo sean insuficientes para explicar la realidad.
[xii] Para reseñas de la interpretación de Hegel que da Kojéve, acerca de la lucha por el reconocimiento, véase Roth (1988), pp. 98-99, y Smith (1989), pp. 116-117. [Nota de Fukuyama]
[xiii] Smith (1989a), p. 115, lo señala. Véase también Steven Smith, «Hegel's Critique of Liberalism», American Political Science Review, 80:1 (marzo de 1986), pp. 121-139. [Nota de Fukuyama]
[xiv] En The Lonely Crowd, New Haven, Yale University Press, 1950, David Riesman emplea la expresión «orientado hacia otros» para referirse a lo que vio como progresivo conformismo de la sociedad norteamericana de la posguerra, en contraste con «orientado hacía sí mismo» de los norteamericanos en el siglo xix. Según Hegel, ningún ser humano puede verdaderamente ser «orientado hacia sí mismo»; el hombre no Puede siquiera volverse ser humano sin interacción con otros seres humanos y sin ser reconocido por ellos. Lo que Riesman describe como «orientación hacia sí mismo» sería en realidad una forma solapada de «orientación hacia otros». Por ejemplo, la aparente seguridad de la gente profundamente religiosa se basa, de hecho, en una simple variedad de la «orientación hacia otros», ya que es el hombre mismo quien crea las normas religiosas y los objetos de su devoción. [Nota de Fukuyama]
[xv] Véase también Friedrich Nietzsche, On the genealogy of Morals, 2:16, Nueva York, Vintage Books, 1967, p. 86. [Nota de Fukuyama]
[xvi] A título de ejemplo de la falta de comprehensión contemporánea en cuanto al motivo humano que se esconde detrás del duelismo, véase Retreat from Doomsday: The Obsolescence of Major Wars, de John Mueller, Nueva York, Basic Books, 1989, pp. 9-11. [Nota de Fukuyama]
[xvii] Hobbes, Leviathan, Bobbs-Merrill, 1958, p. 170. [Nota de Fukuyama]
[xviii] Es una formulación que pertenece a Rousseau en el Contrato social: dice que «la impulsión del mero apetito es esclavitud», Oeuvres complétes, vol. 3, París, Gallimard, 1964, p. 365. El mismo Rousseau usa la palabra «libertad» en los sentidos hobbesiano y hegeliano. De un lado, en el Segundo Discurso habla del hombre en estado natural que está libre de seguir sus propios instintos naturales, tales como la necesidad de alimentos, de mujer y de descanso; del otro, lo que acabamos de citar indica su sentido de que la libertad «metafísica» exige liberarse de las pasiones y de las necesidades. Su recensión de la perfectibilidad humana es bastante semejante a la comprehensión del proceso histórico de Hegel, como uno de libre autocreación humana. [Nota de Fukuyama]
[xix] Mejor dicho, en la primera versión del Contrato social, Rousseau dice que «en la constitución del hombre, la acción del alma sobre el cuerpo es el abismo de la filosofía». Rousseau (1964), vol, 3, p. 296. [Nota de Fukuyama]

El estado natural del hombre en Rousseau

JEAN-JACQUES ROUSSEAU

DISCURSO SOBRE EL ORIGEN Y LOS FUNDAMENTOS DE LA DESIGUALDAD ENTRE LOS HOMBRES
ALIANZA EDITORIAL – MADRID – 1992

PREFACIO

El más útil y menos avanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre, y me atrevo a decir que la sola inscripción del templo de Delfos[i] contenía un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos libros de los moralistas[ii]. Por eso considero el tema de este Discurso como una de las cuestiones más interesantes que la filosofía puede proponer, y, desgraciadamente para nosotros, como una de las más espinosas que los filósofos puedan resolver. Porque, ¿cómo conocer la fuente de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocerles a ellos [los hombres] mismos? ¿Y cómo conseguirá el hombre verse tal cual lo ha formado la naturaleza[iii], a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y separar lo que atañe a su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han añadido o cambiado de su estado primitivo?[iv]
Semejante a la estatua de Glauco[v] que el tiempo, la mar y las tormentas habían desfigurado de tal manera que se parecía menos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas constantemente renacientes, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por los cambios ocurridos en la constitución de los cuerpos, y por el choque continuo de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia hasta el punto de ser casi irreconocible; y en lugar de un ser que actúa siempre por principios ciertos e invariables, en lugar de esa celeste y majestuosa sencillez con que su Autor[vi] le había marcado, ya sólo se encuentra el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio.
Lo que hay de más cruel todavía es que todos los progresos[vii] de la especie humana la alejan sin cesar de su estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulados, tanto más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos: y es que, en un sentido, a fuerza de estudiar al hombre nos hemos puesto al margen de la posibilidad de conocerle[viii].
Es fácil ver que en estos cambios sucesivos de la constitución humana es donde hay que buscar el origen de las diferencias que distinguen a los hombres, los cuales, según la opinión común[ix], son por naturaleza tan iguales entre sí como lo eran los animales de cada especie antes de que diversas causas físicas hubieran introducido en algunos las variedades que observamos[x]. En efecto, es inconcebible que esos primeros cambios, sea cual fuere el medio por el que hayan ocurrido, hayan alterado a la vez y de la misma manera a todos los individuos de la especie; pero mientras unos se perfeccionaban o deterioraban, y conseguían diversas cualidades buenas o malas que no eran inherentes a su naturaleza, otros permanecieron mucho más tiempo en su estado original; y esa fue entre los hombres la primera fuente de la desigualdad, lo cual es más fácil de demostrar así en líneas general que determinar con precisión sus verdaderas causas.
Que mis lectores no se imaginen, pues, que me atrevo a jactarme de haber visto lo que tan difícil de ver me parece. He iniciado algunos razonamientos; he aventurado algunas conjeturas[xi], menos con la esperanza de resolver la cuestión que con la intención de aclararla y de reducirla a su verdadero estado. Fácilmente otros podrán ir más lejos por la misma ruta, sin que le sea fácil a nadie llegar al término[xii]. Porque no es liviana empresa separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre, ni conocer bien un estado que ya no existe[xiii], que quizá no haya existido[xiv], que probablemente no existirá jamás[xv], y del que sin embargo es necesario tener nociones precisas[xvi] para juzgar bien nuestro estado presente. Quien se decida a determinar exactamente las precauciones a tomar para hacer sobre este tema observaciones sólidas, necesitaría incluso más filosofía de lo que se piensa; y una buena solución del problema siguiente no me parecería indigna de los Aristóteles y los Plinios de nuestro siglo[xvii]: ¿Qué experiencias serían necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cuáles son los medios de realizar esas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de emprender la resolución de este problema, creo haber meditado bastante el tema para atreverme a responder por adelantado que los mayores filósofos no serán lo suficientemente buenos para dirigir esas experiencias ni los soberanos más poderosos para hacerlas[xviii]; concurso que apenas es razonable esperar, sobre todo con la perseverancia o mejor con la continuidad de luces y de buena voluntad necesaria de una y otra parte para llegar al éxito.
Estas investigaciones tan difíciles de hacer, y en que tan poco se ha pensado hasta aquí son, sin embargo los únicos medios que nos quedan para allanar una multitud dé dificultades que nos ocultan el conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana[xix]. Es esta ignorancia de la naturaleza del hombre la que arroja tanta incertidumbre y oscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural: porque la idea del derecho, dice el señor Burlamaqui[xx], y más aun la del derecho natural, son manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Es por tanto de esa naturaleza misma del hombre, prosigue, de la constitución y de su estado, de donde hay que deducir los principios de esta ciencia [del derecho].
Se observa, no sin sorpresa ni sin escándalo, el escaso acuerdo[xxi] que reina sobre esta importante materia entre los diversos autores que la han tratado. Entre los escritores más graves apenas se encuentran dos que sean de la misma opinión en este punto. Sin hablar de los antiguos filósofos que parecen haber tomado por tarea contradecirse entre sí, sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos someten indistintamente al hombre y a todos los demás animales a la misma ley natural, porque bajo este nombre consideran más la que la naturaleza se impone a sí misma que la que prescribe; o mejor, a causa de la acepción particular según la cual esos jurisconsultos entienden la palabra ley, parecen no haberla tomado en esta ocasión más que por expresión de las relaciones generales establecidas por naturaleza entre todos los seres animados, para su común conservación[xxii]. Los modernos, que no reconocen bajo el nombre de ley más que una regla prescrita a un ser moral, es decir, inteligente, libre, y considerado en sus relaciones con otros seres, limitan consecuentemente al solo animal dotado de razón, es decir, al hombre, la competencia de la ley natural; pero al definir cada uno esa ley a su modo, todos la establecen sobre principios tan metafísicos que incluso entre nosotros hay muy pocas personas en situación de comprender estos principios, cuando no pueden encontrarlos por sí mismos. De suerte que todas las definiciones de estos sabios hombres, por otro lado en perpetua contradicción entre sí, concuerdan solamente en esto, en que es imposible comprender la ley de la naturaleza, y en consecuencia obedecerla, sin ser un grandísimo razonador y un profundo metafísico. Lo cual significa precisamente que los hombres han debido emplear para el establecimiento de la sociedad luces que sólo se desarrollan con mucho esfuerzo y para muy pocas personas en el seno de la sociedad misma.
Conociendo tan poco la naturaleza y entendiéndose tan mal sobre el sentido de la palabra ley, sería muy difícil convenir en una buena definición de la ley natural. Por, eso todas las que se encuentran en los libros, además del defecto de no ser uniformes, tienen aún el de estar deducidas de muchos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente, y ventajas cuya idea sólo pueden concebir después de haber salido del estado de naturaleza. Se comienza por buscar aquellas reglas que, en orden a la utilidad común, sería idóneo que los hombres conviniesen entre sí; y luego se da el nombre de ley natural a la colección de esas reglas sin más pruebas que bien que se piensa que resultaría de su práctica universal. He ahí con toda seguridad una manera muy cómoda de componer definiciones, y de explicar la naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.
Mas en tanto no conozcamos al hombre natural, es en vano que queramos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su constitución. Todo lo que podemos ver muy claro respecto a esta ley, es que no sólo es preciso para que sea ley, que la voluntad de aquél a quien obliga pueda someterse a ella con conocimiento, sino que para que sea natural es preciso además que hable de modo inmediato por voz de la naturaleza.
Dejando de lado, pues, todos los libros científicos que no nos enseñan sino a ver a los hombres tales cual ellos se han hecho, y meditando sobre las primeras y más simples operaciones del alma humana, creo percibir dos principios anteriores a la razón[xxiii], uno de los cuales nos interesa vivamente para bienestar nuestro y para la conservación de nosotros mismos, y el otro nos inspira una repugnancia natural a ver perecer o sufrir a cualquier ser sensible, y principalmente a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro espíritu es capaz de hacer de estos dos principios, sin que sea necesario hacer entrar ahí el de la sociabilidad, es de donde me parece que derivan todas las reglas del derecho natural; reglas que la razón se ve luego forzada a restablecer sobre otros fundamentos, cuando por sus desarrollos sucesivos termina por ahogar a la naturaleza.
De esta manera, no está uno obligado a hacer del hombre un filósofo antes de hacerlo un hombre; sus deberes hacia el prójimo no le son únicamente dictados por las tardías lecciones de la sabiduría; y mientras no oponga resistencia al impulso interior de la conmiseración, jamás hará daño a otro hombre, ni siquiera a ningún ser sensible, salvo en el caso legítimo en que, hallándose interesada su conservación, está obligado a darse preferencia a sí mismo. Por este medio se acaban también las antiguas disputas sobre la participación de los animales en la ley natural. Porque es evidente que, desprovistos de luces y de libertad, no pueden reconocer esta ley; mas por parecerse en algo a nuestra naturaleza por la sensibilidad de que están dotados, es fácil creer que deben participar también del derecho natural, y que el hombre está sujeto respecto a ellos a cierta especie de deberes. En efecto, parece que si estoy obligado a no hacer ningún mal a mi semejante, es menos por ser un ser razonable que por ser un ser sensible: cualidad ésta que, siendo común al animal y al hombre, deba dar a aquél por lo menos el derecho de no ser maltratado inútilmente por éste.
Este mismo estudio del hombre original, de sus verdaderas necesidades, y de los principios fundamentales de sus deberes, sigue siendo el único medio bueno que puede emplearse para allanar ese tropel de dificultades que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los verdaderos fundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocos de sus miembros y sobre otras mil cuestiones semejantes, tan importantes como mal esclarecidas.
Considerando la sociedad humana con mirada tranquila y desinteresada, no parece mostrar a primera vista más que la violencia de los hombres poderosos y la opresión de los débiles; el espíritu se revuelve contra la dureza de unos; uno se ve llevado a deplorar la ceguera de los otros; y como nada hay menos estable entre los hombres que esas relaciones exteriores que con más frecuencia produce el azar que la sabiduría, y que se llaman debilidad o potencia, riqueza o pobreza, las instituciones humanas parecen fundadas al primer golpe de vista montones de arena movediza; sólo después de haber examinado de cerca, sólo después de haber apartado el polvo y la arena que rodean el edificio, se percibe la base inquebrantable sobre la que se alza, y se aprende a respetar sus fundamentos. Ahora bien sin el estudio serio del hombre, de sus facultades naturales, y de sus desarrollos sucesivos, jamás se conseguirá hacer esas distinciones, ni separar en la actual constitución de las cosas lo que la voluntad divina ha hecho de lo que el arte humano ha pretendido hacer. Las investigaciones políticas y morales a que da lugar la importante cuestión que examino son, pues, útiles de todos modos, y la historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección instructiva por todos los conceptos. Al considerar lo que nos habríamos vuelto abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquél cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un asiento inquebrantable, previno los desórdenes que de ellas deberían resultar, e hizo nacer nuestra felicidad de medios que parecían deber colmar nuestra miseria.

Quem te Deus esse jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce[xxiv]


JUAN JACOBO ROUSSEAU




OBRAS ESCOGIDAS

EMILIO O LA EDUCACIÓN









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Así como el bramido del mar desde lejos precede a la tormenta, así también anuncia esta tempestuosa revolución el murmullo de las nacientes pasiones, y una sorda fermentación con que se previene la cercanía del peligro. Mudanza de genio, frecuentes enfados, agitación continua de ánimo tornan casi indisciplinable el niño; sordo ahora a la voz que oía con docilidad, es el león con la calentura; desconoce a quien le guía y no quiere ya ser gobernado.
A los signos morales de una índole que se altera, se unen sensibles mudanzas en todo su exterior. Desenvuélvese su fisonomía, y se imprime en ella su sello característico; pardea y toma consistencia el vello suave que crece bajo sus mejillas; muda de voz, o más bien la pierde; no es niño, ni hombre, y no puede tomar el habla de uno ni de otro. Sus ojos, los órganos del alma, que hasta ahora nada decían, hallan su expresión y su lengua; anímalos un ardor naciente; todavía reina la santa inocencia en sus vivas miradas, pero ya han perdido su primera sencillez, y advierte que pueden decir mucho; empieza a saber lo que siente, y está inquieto sin motivo para estarlo. Todo esto puede venir despacio, y dejarle tiempo todavía; pero si es sobrado impaciente su viveza, si se convierte en furia su arrebato, si de un instante a otro se enternece y se irrita, si vierte llanto sin causa, si cuando se arrima a los objetos que empiezan a serle peligrosos, se agita su pulso y sus ojos se inflaman, si se estremece cuando la mano de una mujer toca su mano, si ante ella se turba y se intimida, Ulises, cuerdo Ulises, mira por ti; abiertos están los odres que con tanto afán guardabas cerrados, sueltos están ya los vientos; no abandones un punto el timón, o todo se ha perdido.
Éste es el segundo nacimiento de que he hablado; aquí nace de verdad el hombre a la vida, y nada humano es ajeno de él. Hasta aquí nuestros afanes no han sido otra cosa que juegos de niños; ahora es cuando adquieren verdadera importancia. Esta época, en que se concluyen las educaciones ordinarias, es propiamente aquella en que ha de empezar la nuestra; mas para exponer bien este nuevo plan, tomemos desde más arriba el estado de las cosas que tienen relación con él.
Nuestras pasiones son los principales instrumentos de nuestra conservación; luego tan vana como ridícula empresa es intentar destruirlas; esto es censurar la naturaleza y querer reformar la obra de Dios. Si dijera Dios al hombre que aniquilase las pasiones que le da, querría Dios y no querría, y se contradiría a sí propio. Nunca dictó tan desatinado precepto, no hay escrita semejante cosa en el corazón humano; lo que quiere Dios que haga un hombre, no hace que otro hombre se lo diga; se lo dice él mismo, y lo escribe en lo íntimo de su corazón.
Por loco tendría a quien quisiera estorbar que naciesen las pasiones, casi por tan loco como el que quisiera aniquilarlas; y, ciertamente, me habrían entendido muy mal los que creyesen que semejante proyecto hubiera sido el mío hasta aquí.
Pero ¿razonaría bien quien dedujese, porque es natural al hombre tener pasiones, que son naturales todas cuantas sentirnos en nosotros y vemos en los demás? Natural es su fuente, es verdad, pero corre abultada por mil raudales extraños; y es un caudaloso río que sin cesar se enriquece con nuevas aguas, y en que apenas se encontrarían algunas gotas de las suyas primitivas. Nuestras pasiones naturales son muy limitadas; son instrumentos de nuestra libertad, que conspiran a nuestra conservación; todas cuantas nos esclavizan y nos destruyen, no nos las da la naturaleza; nos las apropiamos nosotros en detrimento suyo.
La fuente de nuestras pasiones, el origen y principio de todas las demás, la única que nace con el hombre, y mientras vive nunca le abandona, es el amor de sí mismo: pasión primitiva, innata, anterior, a cualquiera otra, de la cual se derivan, en cierto modo, y a manera de modificaciones, todas las demás. En este sentido son todas, si queremos, naturales. Pero la mayor parte de estas modificaciones tienen causas extrañas, sin las cuales nunca existirían; y estas modificaciones, lejos de sernos provechosas, nos son perjudiciales, pues mudan su primer objeto y pugnan con su principio; entonces se encuentra el hombre fuera de la naturaleza y se pone en contradicción consigo mismo.
Siempre es bueno el amor de sí mismo, pero conforme al orden. Encargado con especialidad cada uno de su propia conservación, su más importante y primera solicitud debe ser el velar sobre ella continuamente; ¿y cómo ha de estar siempre en veIa, si no le mueve el más vivo interés?
Preciso es, pues, que nos amemos para conservarnos, y que nos amemos más que todas las cosas; por consecuencia inmediata de este mismo afecto, amemos lo que nos conserva. Todo niño se aficiona a su nodriza; Rómulo se debió aficionar a la loba que le daba de mamar. Esta afición es al principio meramente maquinal. A todo individuo le atrae lo que favorece su bienestar, y le repele lo que le perjudica, esto no es más que un ciego instinto. Lo que transforma en afecto este instinto, en amor la afición, la aversión en odio, es la intención manifiesta de perjudicarnos o sernos útil. Nadie se apasiona por los seres insensibles que siguen el impulso que les han dado; pero aquellos de quienes esperamos daño o beneficio en fuerza de su de voluntad, los que vemos que libremente obran en nuestro favor o en contra nuestra, nos inspiran afectos análogos a los que nos manifiestan. Buscamos lo que nos sirve, pero amamos lo que nos quiere servir; huimos de lo que nos perjudica, pero aborrecemos lo que quiere hacernos mal.
El primer afecto de un niño es amarse a sí propio; y el segundo, que del primero se deriva, amar a los que le rodean; porque en el estado de flaqueza en que se halla, sólo conoce las personas por la asistencia y las atenciones que recibe. Primero la afición que tiene a su nodriza y a su niñera no es más que hábito; las busca porque las necesita, y porque se encuentra bien con ellas; es más egoísmo en él que benevolencia. Mucho tiempo necesita para que comprenda que no sólo le son útiles, sino que quieren serlo; y entonces es cuando empieza a quererlas.
Por consiguiente, un niño se inclina de modo natural a la benevolencia, porque ve que todo cuanto a él se acerca tiene propensión a asistirle; y de esta observación saca la costumbre de un afecto propicio a su especie; pero a medida que extiende sus relaciones, sus necesidades, sus dependencias activas o pasivas, se despierta el afecto de sus relaciones con otro, y produce el de las obligaciones y preferencias. Tórnase entonces el niño imperioso, celoso, engañador y vengativo. Si le obligan a que obedezca, como no ve para qué sirve lo que le mandan, lo atribuye a antojo, a intención de atormentarle, y se enfurece. Si le obedecen a él, así que algo se le resiste, lo mira como una rebeldía, como una determinación de hacerle mal; aporrea la silla o la mesa, porque le ha desobedecido. El amor de sí mismo, que sólo a nosotros se refiere está contento cuando se hallan satisfechas nuestras verdaderas necesidades; pero el amor propio que se compara nunca está contento ni puede estarlo, porque como no prefiere este afecto a los demás, también exige que nos prefieran los demás a ellos, cosa que no es posible. De este modo nacen del amor propio los irascibles y rencorosos; de suerte que lo que hace al hombre esencialmente bueno, es tener pocas necesidades, compararse poco con los demás, y, esencialmente malo, el tener muchas necesidades y adherirse mucho a la opinión. Fácil es ver por este principio cómo se pueden encaminar a lo bueno o a lo malo todas las pasiones de los niños y los hombres. Verdad es que no pudiendo siempre vivir solos, con dificultad vivirán siempre buenos, y que necesariamente crecerá esta dificultad aumentándose sus relaciones; y en esto particularmente los riesgos de la sociedad nos hacen más indispensables la diligencia y el arte para precaver en el corazón humano la depravación que nace de sus nuevas necesidades.
El estudio conveniente para el hombre es el de sus relaciones. Mientras que sólo se conoce por su ser físico, se debe estudiar en sus relaciones con las cosas, que es el empleo de su niñez; cuando empieza a sentir su ser moral, se debe estudiar en sus relaciones con los hombres, que es el empleo (le toda su vida comenzando desde el punto a que ya hemos llegado.
[...] La flaqueza del hombre es la que le hace sociable; nuestras comunes miserias son las que excitan nuestros corazones a la humanidad: nada le deberíamos si no fuéramos hombres. Todo cariño es señal de insuficiencia; si no tuviera cada uno de nosotros necesidad de los demás, nunca pensaría en unirse con ellos. Así, de nuestra misma enfermedad nace nuestra dicha frágil. Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario: Dios solo disfruta de una felicidad absoluta; pero, ¿quién de nosotros se forma idea de ella? Si un ser imperfecto se pudiera bastar a sí mismo, ¿de qué según nosotros, disfrutaría? Estaría solo y sería miserable. No concibo que el que nada ama pueda ser feliz.
Dedúcese de aquí que nos aficionaremos a nuestros semejantes, no tanto por e1 sentimiento de sus gustos, cuanto por el de sus penas; porque en éstas vemos mejor la Identidad de nuestra naturaleza y la fianza del cariño que nos tienen. Si nos unen por interés nuestras necesidades comunes, por afecto nos unen nuestras miserias comunes. Menos amor que envidia inspira a los demás la presencia de un hombre feliz; con gusto le echaríamos en cara que usurpa un derecho que no tiene, gozando de una felicidad exclusiva; nuestro amor propio también padece, haciéndonos ver que este hombre no necesita de nosotros. Pero, ¿quién no se compadece del desgraciado que ve sufrir? ¿Quién no le quisiera librar de sus males, si sólo un deseo bastara para ello? La imaginación, más nos hace poner en lugar del miserable que del hombre feliz, y sentimos que el primero de éstos nos atañe más de cerca que el último. Dulce es la piedad, porque sustituyéndonos al que padece, sentimos, no obstante, la satisfacción de no padecer como él; y amarga la envidia, porque la presencia de un hombre feliz, lejos de subrogar al envidioso en su lugar, le causa el desconsuelo de no verse en él. El uno parece que nos exime de los males que sufre, y el otro que nos priva de los bienes que disfruta.
Así, pues, si queréis excitar y mantener en el pecho de un joven los primeros movimientos de la naciente sensibilidad y enderezar su carácter hacia la beneficencia y la bondad, no hagáis brotar en él, con la engañosa imagen de la felicidad humana, la soberbia, la vanidad, la envidia; no expongáis a sus ojos la pompa de las cortes, el fausto de los palacios, los atractivos del teatro; no le llevéis a las tertulias y las brillantes asambleas; no le hagáis ver lo exterior de la alta sociedad hasta que le hayáis puesto en estado de que la aprecie por sí mismo. Enseñarle el mundo antes que conozca a los hombres, es estregarle y no formarle, engañarle y no instruirle.
No son los hombres, por naturaleza, ni reyes, ni potentados, ni cortesanos, ni ricos: todos nacieron pobres y desnudos, sujetos todos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a toda especie de duelos; condenados, en fin, a muerte. Esto sí que es propio del hombre; de ello no está exento ningún mortal. Así, empezad estudiando en la naturaleza humana lo que de ella es más inseparable, lo que mejor constituye la humanidad.
A los dieciséis años sabe el adolescente lo que es sufrir, porque ya ha sufrido; mas apenas sabe que también sufren otros seres, pues verlo sin sentirlo no es saberlo; y, como cien veces he dicho, el niño que no imagina lo que sienten los demás, no conoce otros males que los suyos propios. Pero cuando el primer desarrollo inflama su imaginación, empieza, a sentirse en sus semejantes, a moverse con sus querellas, a padecer con sus duelos. Entonces la triste pintura de la humanidad doliente debe excitar en su pecho la ternura primera que haya experimentado.
Si no es fácil notar este instante en vuestros hijos ¿de quién os quejáis? Tan pronto los enseñáis a que finjan afectos y les hacéis que hablen su idioma, que, como siempre os explicáis en el mismo estilo, vuelven contra vosotros mismos vuestras lecciones, sin dejaros medio ninguno para que distingáis cuando, habiendo cesado de mentir, empiezan a sentir lo que dicen. Pero ved a mi Emilio: de la edad a que le he conducido, ni sintió, ni mintió jamás. Antes de saber qué es querer, a nadie ha dicho yo te quiero; no le han prescrito qué semblante había de poner cuando entrara en el cuarto de su padre, su madre o su ayo enfermos; no le han enseñado el arte de afectar la tristeza que no tenía. No ha fingido que lloraba la muerte de nadie, porque no sabe qué cosa es morir. En sus modales descubre la misma insensibilidad que hay en su corazón. Indiferente para todo, menos para sí, corno todos los niños, por nadie se toma interés; y lo que le distingue de los demás, es que no afecta que se lo toma, y no es falso como ellos.
Habiendo reflexionado poco Emilio acerca de los seres sensibles, tarde sabrá qué es padecer y morir. Empezarán a agitar sus entrafías los quejidos y los gritos; la vista de la sangre que corre le hará volver los ojos; gran angustia le causarán las convulsiones de un animal moribundo, antes que sepa de dónde le vienen estos nuevos movimientos. No los tendría si hubiera permanecido bárbaro y estúpido; si estuviera más instruido sabría cuál es su fuente: ya ha comparado sobradas ideas para no sentir nada, y no las bastantes para concebir lo que siente.
Así nace la piedad, primer sentimiento relativo que mueve el pecho humano, según el orden de la naturaleza. Para tornarse piadoso y sensible, preciso es que sepa el niño que hay seres semejantes a él, que padecen lo que ha padecido, que sienten los dolores que ha sentido, y otros de que debe tqner idea como que también puede sentirlos. Y, efectivamente, ¿cómo nos dejamos mover de la piedad, sino es trasladándonos fuera de nosotros, identificándonos con el ser que padece, dejando, por decirlo así, nuestro ser por tomar el suyo? Sólo en cuanto juzgamos que él padece, padecemos nosotros y padecemos en él, no en nosotros. De manera que ninguno se vuelve sensible hasta que se anima su imaginación y empieza a trasladarle fuera de sí mismo.
¿Qué debemos hacer, en consecuencia, para excitar y mantener esta naciente sensibilidad y para guiarla y seguirla en su natural declive, si no es presentar al joven objetos en que pueda obrar la fuerza expansiva de su corazón, que le dilaten y le extiendan por los demás seres, que hagan que en todas partes se halle fuera de sí; desviar con esmero los que le coartan, le reconcentran y ponen tirante el muelle del yo humano; quiero decir, en términos más claros, excitar en él la bondad, la humanidad, la conmiseración, la beneficencia, todas las halagüeñas y suaves pasiones que, naturalmente, agradan a los hombres y estorban que nazcan la envidia, la codicia, el rencor, todas pasiones crueles y repulsivas, que no sólo hacen, por decirlo así, nula, sino también negativa la sensibilidad y son perpetuo torcedor de quien las experimenta?

GUIA DE PREGUNTAS

1. ¿Cuál es el tema de investigación y qué dificultades plantea investigar este tema? ¿Por qué y para qué se requiere investigar previamente la naturaleza del hombre? 2. ¿En qué se fundamenta la tesis de la igualdad natural de los hombres? 3. ¿Cuáles son los cuatro principios naturales comunes a todos los hombres? ¿Cuáles de estos principios son comunes con los animales y cuáles no? 4. (Discurso) ¿Es el hombre naturalmente social, antisocial o asocial? Fundamente. 5. ¿Qué críticas se hace a la concepción de Hobbes? 6. ¿En qué consiste la piedad natural? 7. ¿Qué relación hay entre el crimen y la ley? 8. ¿Qué conclusiones se extraen del análisis? 9. (Emilio) ¿Cuáles son los afectos básicos del niño? 10. ¿Cómo caracteriza a la piedad?


[i] El famoso templo de Apolo en la isla de Delfos tenía una inscripción que decía: «Conócete a ti mismo».
[ii] Los moralistas son los que se abocaban al estudio de las humanidades y las ciencias sociales.
[iii] Esto es, la naturaleza humana, en el doble sentido de lo esencial o propio del hombre y de lo natural u originario por contraposición a la artificial, fabricado o construido (o de lo primitivo o primigenio por contraposición a lo derivado y degenerado o pervertido).
[iv] Rousseau ofrece en este Discurso un ejemplo claro de cómo debe realizarse una investigación científica. Comienza por plantear el problema y mostrar cuál es la importancia de la cuestión para el conocimiento presente.
[v] Glauco, hijo de Antedón, o de Poseidón, dios marino símbolo del poderío cretense (Virgilio, Metamorfosis, xiii, 924). Platón (República, X, 611) convierte la estatua desfigurada en metáfora de la condición del alma unida al cuerpo.
[vi] Es decir, Dios, el Creador de todos los seres y de los hombres.
[vii] En contra de un supuesto muy extendido y aceptado en el siglo XVIII que afirmaba el progreso en la historia humana (es decir, que cuanto más se avanza en el tiempo, mejor es la condición humana), Rousseau sostiene una perspectiva pesimista y crítica: cuanto más se aleja el hombre de su estado natural (primitivo) más se pervierte y se deforma su naturaleza.
[viii] En esta fórmula sintética, se expresa el paradójico resultado de los intentos de conocer la naturaleza humana: dado que cuanto más conocemos, mayor cantidad de elementos recubren la primitiva constitución del hombre, mayores son las deformaciones y mayores los obstáculos para conocerle. El entendimiento obra como su propio obstáculo.
[ix] Rousseau, al igual que la mayor parte de los filósofos modernos y a diferencia de los antiguos y medievales, parte de la hipótesis de la igualdad natural de los hombres. En el siglo XVIII, esta hipótesis ya ha sido asimilada a la opinión general.
[x] La comparación con las especies animales es una fuente inestimable de hipótesis sobre la naturaleza del hombre.
[xi] Las conjeturas son construcciones imaginarias que responden a ciertos problemas. Son sinónimo de supuestos o hipótesis. Tales conjeturas sobre la naturaleza del hombre difícilmente puedan ser probadas o confirmadas. No obstante, su valor reside en que permiten aclarar los problemas y plantearlos correctamente.
[xii] Se trata de problemas complejos y difíciles, no sólo para el hombre común sino también para los “grandes filósofos”. La aclaración del problema y su planteo adecuado no resuelve definitivamente las cuestiones planteadas, pero permite avanzar algo en la resolución, facilitando el camino de los vienen después.
[xiii] Ningún hombre está ya en estado natural, puesto que en todos los pueblos se ha desarrollado algún grado de cultura, historia o civilización, perdiéndose la condición originaria natural. Rousseau parece admitir la no existencia del hombre natural en la Lettre á Christophe de Beaumont: «Este hombre no existe, diréis: de acuerdo. Pero puede existir por suposición», teoría que concuerda con las de Levi-Strauss, quien considera necesaria la definición del estado de naturaleza aunque no haya existido: «El hombre natural no es ni anterior ni exterior a la sociedad; nos corresponde a nosotros hallar su forma, inmanente al estado social fuera del cual la condición humana es inconcebible» (Tristes Tropiques). De cualquier modo, esa misma hipótesis la había leído Rousseau en Pufendorf.
[xiv] El estado natural del hombre es una hipótesis que permite clarificar y ordenar el conocimiento de los hechos, pero no tiene la pretensión de ser un hecho, ni siquiera un hecho pasado.
[xv] Es muy improbable que el hombre pueda “regresar” a su estado natural, deshaciendo o suprimiendo las deformaciones introducidas por la cultura y la historia.
[xvi] Las hipótesis (o “nociones precisas”, como las llama en este lugar) no tienen por función “reflejar” o “representar” la realidad, sino que sirven como criterio para juzgar y evaluar los hechos.
[xvii] Aristóteles y Plinio han sido considerados los más grandes filósofos de la antigüedad griega y romana. Por eso Rousseau dice que este problema es tan complejo que debe ser afrontado por los más grandes pensadores de la época actual.
[xviii] La magnitud del problema es tan grande que rebasa el pensamiento de los más sabios y la acción de los más poderosos. Por otro lado, es difícil que los más sabios y los más poderosos se pongan de acuerdo para aunar fuerzas.
[xix] Rousseau destaca la importancia de estas investigaciones en tanto de sus resultados dependen otros muchos conocimientos básicos como son los fundamentos de la sociedad humana y del derecho natural.
[xx] Jean-Jacques Burlamaqui (1694-1748), profesor de la Academia de Ginebra, y autor de Principes du droit natural (Ginebra 1747) y Principes du droit politique (Ginebra, 1751). Derathé (Rousseau et la scíence politique de son temps, Paris, P.U.F. 1950, págs. 84-89) la influencia de Burlamaqui sobre Rousseau habría sido superficial.
[xxi] Al no haber resuelto el problema básico de los rasgos esenciales de la naturaleza del hombre, no se ha podido acordar sobre otros temas derivados de ese conocimiento fundamental.
[xxii] Montesquieu se acerca más a los jurisconsultos romanos en su definición de la que Rousseau: «Las leyes, en la significación más amplia, son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas; y en este sentido, todos los seres tienen sus leyes; la Divinidad tiene sus leyes; el mundo material tiene sus leyes; las inteligencias superiores al hombre tienen sus leyes; los animales tienen sus leyes; el hombre tiene sus leyes» (Esprit des lois, I, i.) [Ver Robert Shackleton, Montesquieu, a crítical Biography, Londres, 1961, y sobre todo el capítulo XI: «Montesquieu's conception of Law», págs. 244-264].
[xxiii] La piedad o el amor de sí mismo son temas claves en el desarrollo ideológico de Rousseau, que vuelve sobre ellos en el Emilio, libro IV, en la primera parte de este Discurso, en la nota 15, en los Diálogos, en las Ensoñaciones del paseante solitario, y en el Ensayo sobre el origen de las lenguas; hasta el punto de que las divergencias halladas entre el capítulo X de ese Ensayo y el presente discurso han servido para que se entablara polémica sobre la fecha de redacción de aquél. Véanse mis ediciones de esos títulos citados en la bibliografía; y puede verse el aprovechamiento que de estas tesis de Rousseau hace el marqués de Sade en La filosofía en el tocador, también citada.
[xxiv] Persio, Sátiras, III, 71-73: «Aprende lo que la Divinidad te ha ordenado ser, y cuál es tu sitio en el mundo humano».